#5 (temporada 1)
Agus,
Miss Tacuarembó siempre.
Se me acusará de robarte el gancho, pero tu carta me arrastró a un borrador, una idea que había quedado en el camino de la carta anterior. En ese borrador despotricaba contra el pueblo y decía que cuando la fe se cambia por valores, esa cristalización de otro tiempo solo hace lugar para la nostalgia. En el desapego de lo espiritual hay también una renuncia a lo político: todo proyecto debe luchar con la inercia del «estuvimos mejor».
El enojo no es casual, hoy creo que la cosa del amor/odio con el lugar de uno mismo es una experiencia común. Desde el año pasado, y a voluntad de nuestro amigo viral, he vuelto más seguido y por períodos mucho más largos a casa. Miguelete es un lugar feliz más que nada cuando no estoy en Miguelete. Más agradable de recordar que de habitar. Pero también es el único lugar que puedo llamar casa, y nuestra relación poco sana me hace querer poder vivir acá. Miguelete me impuso una identidad y me hizo pagar el precio de la diferencia, pero también me dio la experiencia de la comunidad, y eso está tan metido en mí que me enteré que no era algo universal recién cuando empecé a salir de acá.
En otro momento (y en mi delirio de incomprendido) creí que no tantas personas estaban atravesadas por la necesidad de ‘sanar’ el vínculo con sus pueblos y lo rural, de pensar la comunidad más allá de las afinidades, de recuperar algo de lo espiritual que permita reconstruir un proyecto común. El año pasado me encontré con Borderlands/La Frontera. En uno de los ensayos, Gloria Anzaldúa cuenta que trabajando en una universidad, y frente a su visibilidad como lesbiana, le pidieron que se reuniera con alumnos y profesores conservadores para calmar sus temores.
Uno de los alumnos comentó: «Yo pensaba que homofobia significaba miedo de ir a casa después de residir en otro lugar».
Yo pensé: qué apropiado. Miedo de ir a casa. Y de que no te acepten. Nos da miedo que nos abandone la madre, la Raza, porque no somos aceptables, somos defectuosas, estamos estropeadas.
Pero ese miedo no le quita lucidez: ella, en la afirmación de su identidad, no traicionó a su pueblo, sino que fue su pueblo el que la traicionó.
Así que no me vengan con sus dogmas y sus leyes. No me vengan con sus tibios dioses. Lo que yo quiero es una rendición de cuentas.
La vida de Anzaldúa, sus andanzas literarias y teóricas, son un volver a casa con la tímida certeza de que hay otro retorno, un retorno hacia algo más, que es colectivo, y que es a su vez lo que permite mirar hacia adelante.
En El camino de la mestiza/The Mestiza Way esboza un programa para ese retorno creativo: hacer inventario, pasar la historia por un cernidor, romper con todas las tradiciones opresoras (y documentar la lucha), para reinventar la historia y, usando nuevos símbolos, crear nuevos mitos.
Creo que por eso me gusta tanto Miss Tacuarembó. Es un ejercicio de ruptura y reinterpretación, de construcción de símbolos y mitos, de reivindicación de la mirada infantil y de nuestros enojos con todo lo dado. Es un ejemplo de que eso es posible, aún si solo en el refugio de la ficción.
Desde acá, te abrazo.
Marcos
Esta y las siguientes cartas ya no estarán disponibles para acceso público en el Archivo de Con la nada basta. Queremos apostar a este medio, a otras formas de circulación dentro de lo virtual. Reenvialo, invitá amigues a suscribirse, contale a tus tías.