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April 22, 2021

#3 (temporada 1)

Agus,

A mitad del año pasado y después de varios intentos tras haberlo descubierto en «Franny y Zooey» (J. D. Salinger, 1961), leí los «Relatos de un peregrino ruso», una suerte de memorias del periplo de un campesino que se toma muy en serio una exigencia de Pablo en la Biblia: «Orad sin cesar». Aprendí que existe, dentro de la tradición cristiana ortodoxa, una concepción de la oración cercana a todo lo que metemos en el combo de la «espiritualidad oriental».

Quienes rezan (o meditan, o contemplan) saben que cuando la palabra ya no tiene nada para enseñar, la oración revela algo un poco más allá. Un momento eureka. La oración como solución provisoria y punto de encuentro de nuestras inquietudes: un poco más allá de la banalidad de la palabra, un poco más acá del imperativo de decir. Sin embargo aún recuerdo con culpa la vez que empujé a L. para poder sentarme al lado de A., o la vez que me robé dos chicles del comercio de mi tía, y todavía me pregunto por qué me suspendieron del jardín de infantes una semana. Las escenas acechan, aparecen de improvisto y se repiten en plegaria.

Imagen de tres personas vestidas con túnicas negras y encapuchadas jugando en una calesita

Cuando hacés EMDR (un tipo de terapia) te hacen repetir, en tu mente, una y otra vez la película de una situación traumática (real o construida) acompañada de un estímulo sensorial uniforme. La idea es que, de tanto repetir, en un momento puedas habitar la situación desde otro lugar y generar nuevas estrategias para desarticular esas situaciones. Pero los límites son bien concretos y fuera del safe-space conductista a veces parece que lo único «más allá» es el enajenamiento. Esta ambigüedad de la repetición me devuelve a un lugar común, el momento eureka se desintegra y uno se da cuenta de que es más bien ingenuo.

Aún así la experiencia del cuidado se me hace inconcebible sin la práctica del hábito. ¿Será que es demasiado pronto para reivindicar los protocolos? Cuando lo habitual adquiere una suerte de automatismo y vida propia, otras cosas parecen posibles. El hábito funciona, para mí, casi como invocación de la fuerza creativa, como ajuste, como reconocimiento de que sostener la vida es el primero de los imperativos. Quizá la oración sea lo más cerca que podamos estar de agarrar el tiempo con palabras, pero frente a esa empresa condenada al fracaso, el hábito vuelve habitable el tiempo. Esas palabras de Gloria Anzaldúa:

Una adicción (un acto repetitivo) es un ritual para ayudarnos en un momento difícil; su repetición salvaguarda el tránsito, se convierte en nuestro amuleto, en nuestra piedra de toque. Si pervive más allá del momento en que resultaba útil, nos quedamos ‘colgados’ de ella y ella toma posesión de nosotros.

Imagen de una persona cortando una cinta de moebius de papel, obra de la artista brasilera Lygia Clark

[Lygia Clark, Caminhando (1963)]

Contra todo lo dicho, la oración ocupa en mi vida poco más que el lugar de una técnica para conciliar el sueño, y mi espiritualidad está más bien construida con canciones de Frank Ocean o escenas como esta de Six Feet Under. Dionisio victorioso tras este círculo apologético. Vuelvo a Salinger:

...mi vida no podría ser menos zen de lo que es, y lo poco que he podido aprehender -elijo este verbo con cuidado- de la experiencia zen, ha sido la consecuencia de seguir mi propio camino, bastante normal, de falta de zen.

Marcos

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