#10 (temporada 1)
Marcos,
Hace unos meses me mudé y me deshice de un montón de cosas. En el dolor de irme quise abandonar, tirar y romper todo. Dejé el puff verde que me guardaste un tiempo en Montevideo. Creo que aún tengo ropa en tu casa ahí. Soy hábil en dejar cosas y esta vez no quería dejar ni llevarme nada. Estuve a punto de hacer un fuego en el fondo con G. y P. y quemar todos mis papeles y diarios para acompañar el llanto. No lo hice, pero sí partí un disco que nunca vi y siempre quise que revisaran de nuevo: una tomografía computada de mi cabeza cuando tenía 17 años. Una especie de foto irrecuperable de la que me dijeron que todo estaba bien, que los sucesos eran aislados y no tenían conexión entre sí.
Me pareció ilógico que el neurólogo negara el patrón existente entre tres episodios de afasia, del griego aphasia: imposibilidad de hablar.
[Otra foto estructural]
La única vez que la pérdida del lenguaje vino sin dolor pensar fue de otro mundo. Algo así como lo que decís de “sentarme al sol en invierno a escuchar el flujo de conciencia de alguien sin el compromiso de tener que responder”, con un poco menos de paz.
El lenguaje no respondía pero la conciencia y el pensamiento seguían ahí. No me di cuenta de la falta hasta que hablé. Lo hice con el mismo ritmo y entonación, pero mezclando sonidos sin sentido. Nadie me entendía, solo yo tenía pleno conocimiento de lo que pasaba. Hice mucha fuerza para evocar palabras y lentamente pude mezclar sílabas. Después pude convocar palabras enteras pero mal asignadas, mal relacionadas entre sí. Intenté escribir y tampoco pude. Tuve miedo a nunca más ser comprendida.
Sin embargo pude sentir la belleza, la maravilla de esa mente vaciada que aún se sostenía ahí.
[Sin título (carta), 1971. Mirtha Dermisache]
En muchos momentos mi miedo visceral a la locura ha sido miedo encubierto a algún tipo radical de incomunicación. En mis episodios de afasia sostuve mi capacidad de entender lo que me decían, podía leer, y sabía en qué grados lo que decía o escribía funcionaba diferente. Tuve muchas pesadillas y durante años cuando conocía a alguien le comentaba esto por las dudas, por si las palabras se iban de nuevo. Ya no.
Qué bella imagen esa de las pieles, un ropero interior con músicas y viejas identidades translúcidas. Ojalá viera algo parecido a eso.
Cuando me miro veo un esfuerzo tremendo por sostener una constante, un encadenamiento de sentidos que potencia lo común de todas aquellas que fui. Me cansa, me siento Sísifo rodando una piedra enorme que se le cae una y otra vez. Me gustaría creer más en la performatividad y armarme un poco más de mis diferencias, abrir otras cosas. No quiero ahogarme ni hacer la plancha con la actitud de un rigor mortis en identificaciones que me defienden de lo posible, de lo que no me atrevo de mí.
Hoy una compañera de clase dijo que la primera censura dentro de un texto es la exigencia tácita de verosimilitud.
Hoy solo quiero balbucear.
Agus