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Hace unos meses, que posiblemente sean ya años, mi amigo Vicen, que es también mi corresponsal en Suecia, me dijo que tenía que escribir sobre Hilma af Klint. No me sonaba de nada, pero una búsqueda rápida en Google me dio artículos en castellano en medios generalistas, con lo que concluí que en realidad era demasiado conocida para esta cartita en la que me gusta sentir que soy casi yo la que está hablando por primera vez de alguien en esta lengua. Además, acababa de escribir sobre pintoras.
Pasó el tiempo y, en enero, como respuesta a la niusléter sobre Dorothy M. Richardson, insistió. Para no poner en peligro una amistad, dejé mi esnobismo de lado y leí un poco más. En casi todos los artículos se decía de ella una cosa que hizo que se encendiera mi piloto de sospecha. Ese piloto, que se ha ido desarrollando poco a poco gracias a dedicar parte de mi tiempo a buscar e investigar a señoras antiguas, se enciende cuando leo algo que me parece jugoso, fácil y muy posiblemente mentira. Enseguida me pregunto: «¿y esto por qué se sabe, quién lo ha dicho?». Muchas veces acierto y la fuente es alguien que no cita fuentes, que vivió décadas o siglos después de la susodicha, pero cuyas palabras todo el mundo reproduce como verdad absoluta.
De Hilma af Klint, pintora sueca que vivió entre 1861 y 1944 y a quien se está intentando recuperar como alguien que pintó abstracto antes que Vasili Kandinski (el gran antagonista de esta historia), leí una y otra vez que siempre había pintado en secreto y que no había querido que su obra se viera hasta veinte años después de su muerte. Esto, como descubrí investigando un poco más, es una verdad a medias. Pero como es muy conveniente para justificar por qué su nombre nunca ha constado (o, todavía a veces, no consta) en la historia del arte abstracto, se ha repetido sin ofrecer mucho más contexto.
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Esta es Hilma en 1885.
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Empecemos la historia en 1932. En la primera página de un cuaderno, bajo el símbolo +x, escribió: «Todos los trabajos que deben ser abiertos veinte años después de mi muerte llevan este signo». Lo añadió a cientos de cuadernos y cuadros. La idea era que el público de aquel momento, sus contemporáneos, no estaban preparados para entender su obra. Hilma lo sabía bien: tenía ya setenta años y llevaba más de dos décadas intentando exponer sus pinturas abstractas. Llegó a conseguirlo en un par de ocasiones (una de ellas en Londres), pero la respuesta de la gente fue tibia. No pintaba en secreto; simplemente, estaba ya un poco harta de todo.
El legado que dejó, por cierto, bien editado y marcado por ella misma, fueron unos 1300 cuadros (algunos de varios metros) y bocetos y 26.000 páginas llenas de anotaciones. Su sobrino Erik, el responsable de abrir la cápsula del tiempo pasados los veinte años de rigor, se quedó comprensiblemente patidifuso con el descubrimiento.
La ciencia y lo místico
Rebobinemos la película hasta 1962, 26 de octubre. En Solna, cerca de Estocolmo, la familia Af Klint da la bienvenida a Hilma, su cuarta hija (aunque la mayor, Anna, había muerto a los dos años). Los Af Klint eran marineros y cartógrafos, además de nuevos nobles (el rey Gustav II les había dado un título a su bisabuelo y abuelo por sus contribuciones en una batalla; ahí pasaron de ser Klint a secas a Af Klint). Hilma creció entre mapas y cartas navales y, en los veranos en la isla de Adelsö, rodeada de naturaleza.
Con pocas ganas de casarse y mucho interés por la pintura (además de las matemáticas y la botánica), a los veinte años ingresó en la Academia Real de Bellas Artes, donde estudiaban muchas otras mujeres. Fue de las mejores alumnas e hizo unas cuantas amigas que serían muy importantes. Fue con ellas con las que asistió a las primeras sesiones de espiritismo. ¿Un grupo de locas? En realidad no: en la época, era de lo más normal.
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Su único autorretrato.
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Aunque ahora veamos la ciencia y los espíritus casi como dos polos opuestos, en ese final del siglo XIX ambos mundos estaban muy relacionados. En un momento en el que se estaban descubriendo cosas como los rayos X o la radioactividad, en los que de pronto se estaba probando la existencia de fenómenos que el ojo humano no ve, no parecía descabellado que estuviésemos también rodeados de los espíritus de personas que ya habían muerto. En las sesiones de espiritismo participaba básicamente todo el mundo, científicos e intelectuales incluidos.
Al acabar los estudios, empezó a ganarse la vida con sus cuadros: paisajes, retratos e incluso ilustraciones científicas, como un libro sobre cirugía de caballos que ilustró para un veterinario con Anna Cassel, una de sus amigas de la Academia (y, posiblemente, pareja durante varios años).
Mientras tanto, la relación con los espíritus continuaba. Ella misma había empezado a recibir mensajes en 1891 y, en 1896, con cuatro amigas (Cassel entre ellas), fundó el grupo Da Fem (Las cinco). Se reunían y transcribían los mensajes que les llegaban desde ese otro plano de realidad. El grupo se disolvió en 1908 cuando un espíritu le dijo a Hilma que ella debía ser la líder. Dos años antes, en 1906, había recibido un encargo de parte del espíritu Amaniel (siempre se presentan con nombre). Tenía que hacer unos cuadros especiales. Ahí empezó su ciclo de las Pinturas para el templo, una serie de cuadros enormes y totalmente diferentes a lo que había pintado hasta entonces: eran abstractos.
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Uno de los cuadros de la serie Los diez más grandes, de 1907. Mide más de 2x3 metros. En 1906 escribió: «Los experimentos que estoy llevando a cabo dejarán a la humanidad atónita».
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Para subsistir, seguía con sus obras tradicionales; el resto del tiempo, desarrollaba esa otra línea artística extraña y poco comprendida, pero que en realidad siempre quiso mostrar al mundo. Su gran esperanza era Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, un movimiento religioso que postulaba la existencia de un mundo espiritual objetivo y accesible a los humanos. Hilma era fan de Rudolf y, aprovechando una visita que hizo el gurú a Estocolmo en 1910, le escribió para ver si se podía acercar a su estudio a ver los ya más de cien cuadros que había pintado en esos años. Aquí volvenos a entrar en el terreno de la leyenda.
Sobre ese encuentro, se dice que Rudolf le dijo a Hilma que nadie entendería sus cuadros hasta pasados al menos unos cincuenta años y que, además, lo de a través de los espíritus les quitaba valor a los cuadros. Sin embargo, no hay ninguna prueba documental de nada de esto. El primero que lo dijo fue el historiador de arte Åke Fant, a quien tenemos que agradecer ser de los pioneros en interesarse por Hilma en los años ochenta, pero también afearle haber hecho circular algunas historias algo dudosas (dijo lo de que Hilma había pintado en secreto).
Porque, sí, Hilma pintaba lo que le decían los espíritus… más o menos. En realidad, como defiende su biógrafa Julia Voss y mi fuente principal para todo esto, sus apuntes hablan más de una colaboración. Los espíritus le hacían encargos, que ella aceptaba o no; cuando aceptaba, aunque en alguna ocasión sí dijo que no sabía lo que pintaba, era ella quien hacía su propia interpretación. En 1907 describió un poco más esa colaboración: «No era que tuviese que obedecer ciegamente a los Señores de los Misterios, sino que debía imaginármelos siempre a mi lado». Años más tarde, sus cuadros ya no le llegaban a través de esos mensajeros, sino que eran completamente suyos. Su objetivo siempre: pintar ese terreno más allá de lo visible.
Lo masculino y lo femenino
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De la serie La paloma, de 1915.
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Uno de los intereses presentes en gran parte de su obra es el del género. Hilma no no creía que esas fronteras tan exactas que marcaba la sociedad entre lo masculino y lo femenino fueran en realidad así: su visión era más fluida, de mezcla, de espectro. En los cuadernos, ella y Anna Cassel se presentan como Asket y Vestal. Asket es Hilma, la energía masculina; Vestal es Anna, la femenina. Juntas, juntos, juntes forman una unidad. El caracol y su hermafroditismo están siempre presentes en su arte. Otras notas apuntan a relaciones —más breves— con otras mujeres, como Gusten Andersson y Sigrid Lancén, ambas pertenecientes en distintos momentos a sus grupos espiritualistas. Después llegó Thomasine Anderson.
Thomasine era enfermera y se mudó con Hilma y su madre —que se estaba quedando ciega— a finales de la Primera Guerra Mundial. Gracias a ella, la carrera de Hilma recibió un impulso: tradujo muchos de sus escritos al alemán (la lengua de los antroposofistas) y la guio hacia trabajos de botánica. Con Thomasine, Hilma seguía siendo la energía masculina, ahora bajo el nombre de Gidro. También la ayudó con uno de sus proyectos más ambiciosos: crear una especie de porfolio de su obra para poder enseñarla en el extranjero.
Fotografiaron 200 de sus cuadros. Usaron esas fotos para pintar miniaturas en acuarela de cada una de sus obras. Las pegaron, foto y miniatura, en diez álbumes. Etiquetaron cada cuadro, le pusieron fecha. Ese museo portátil viajó a Dornach, Suiza, donde vivía Rudolf Steiner, que no mostró demasiado interés. También fue más tarde a La Haya y Amsterdam, donde una nueva amiga y entusiasta de la obra de Hilma hizo circular la maleta por círculos teosóficos y artísticos. Tampoco hubo demasiado interés. Pero la amiga, Peggy Kloppers-Moltzer, actriz y bailarina, no se rindió. Iba a haber una Conferencia Mundial de Ciencia Espiritual en Londres (estamos ya en 1928). Peggy le consiguió a Hilma una sala para exponer sus cuadros, que viajaron desde su estudio en Munsö hasta la capital británica. Su exposición no tuvo mucha repercusión.
No nos cae bien Vasili
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Uno de sus cuadernos.
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Es ahí, al volver de Londres, tras seguir intentando conseguir una casa permanente para su obra (llegó a diseñar un templo en espiral, que era donde imaginaba que sus cuadros podrían verse mejor) y no conseguirlo, cuando tomó la decisión: que no se exponga nada hasta veinte años después de mi muerte. Aquí, una vez más, lo preparó todo. Seleccionó, etiquetó, ordenó, editó. Si hoy tenemos tanto de ella, es gracias a que lo preparó todo para que su obra se conservara.
En esa misma época, los años treinta, en Nueva York solo se hablaba de arte abstracto. Una de las cabezas más visibles de ese mundillo, Vasili Kandinski, nuestro enemigo, le escribió a su galerista en 1935 una carta en la que le decía que buscase en su antiguo estudio de Moscú un cuadro que debía de estar por ahí enrollado. Era importante, decía Vasili, porque era de 1911 y era abstracto y nadie, nadie, nadie estaba pintando nada así en su momento. Así quedó escrito en la historia del arte, aunque Vasili tenía que saber que había exagerado un poco las cosas.
El Vasili Kandinski de 1911 había expuesto sus obras abstractas en Munich sin que nadie dijese la palabra «abstracto» ni destacase que estaba haciendo algo único. En la época, en los círculos de la teosofía (en los que se movía Vasili, quien también pintaba a través de espíritus), el arte no figurativo era ya algo no demasiado extraño. Pero como en los años treinta nadie parecía acordarse, y desde luego no en Nueva York, Vasili pudo autoproclamarse el primer pintor abstracto de la historia sin que nadie pestañease.
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Georgiana Houghton ya pintaba cosas así en el siglo XIX.
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Una de las excusas que se esgrime para no meter a Hilma en la historia del arte abstracto es que, con eso de los espíritus, en realidad no sabía lo que hacía. Todos sus cuadernos, con estudios de color, un interés constante por la ciencia, y apuntes claros en los que explica lo que está haciendo, cuentan una historia diferente. Por otra parte, el propio Vasili Kandinski y otros grandes nombres de la abstracción empezaron con lo espiritual, hasta que la moda cambió. Meter a Hilma significaría reescribir más cosas: antes de ella, en 1857, la británica Camilla Dufour Crosland ya estaba haciendo dibujos no figurativos dictados por los espíritus. En 1871, Georgiana Houghton exponía sus cuadros abstractos espirituales en Londres. Ni siquiera fueron las únicas.
Descubrir a Hilma
Hilma af Klint murió en 1944 y el contador se puso en marcha. Cuando, en los sesenta, su sobrino Erik abrió las cajas, se quedó en shock, porque a ver qué hacía con todo aquello, que además Hilma había dicho que no se podía vender. En 1970 ofreció donar los cuadros al Moderna Museet de Estocolmo, donde vieron el percal y prefirieron hacer como que no les habían ofrecido nada. Al final, Erik montó una fundación y dejó allí los cuadros. No se expusieron hasta 1986… ¡en Los Ángeles! Estaban dentro de una exposición sobre arte espiritual y la reacción fue en general negativa, con un crítico (Hilton Kramer) diciendo el clásico «si esto no lo hubiera pintado una mujer, nadie querría ni exponerlo».
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La exposición en el Guggenheim de Nueva York en 2018.
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Hubo que esperar al siglo XXI, cuando en Suecia se decidieron por fin a hacerle algo de caso a esa misteriosa artista: el mismo museo que había rechazado la donación, le dedicó a Hilma una gran exposición en 2013, que fue un éxito y giró por varios países. En 2018, el Guggenheim de Nueva York le dedicó el edificio entero. Aquí ya todo explosionó.
Desde entonces, la historia se va poco a poco escribiendo y corrigiendo. Muchas de las cosas que se decían (y dicen) sobre ella —reclusa, pintaba en secreto, no viajó, no sabía lo que hacía— se han ido refutando, sobre todo gracias a Julia Voss, de quien me he hecho muy fan. La historiadora del arte, que es alemana, iba a escribir una biografía sobre Hilma, así que visitó su archivo en Suecia para atar algunos cabos. Lo que se encontró, esos miles de cuadros y páginas escritas, le hizo sospechar que mucho de lo que creía saber sobre Hilma no era del todo cierto. ¿Cómo probarlo? Aprendió sueco y se lo leyó todo. La biografía está en alemán y en inglés (hubo cierto drama en la traducción, por cierto).
- Como artista ya conocida y de moda, tiene ya hasta un biopic y un documental. Los dos están en Filmin. En el documental sale Julia Voss y me encanta porque está indignadísima con todo lo que se le ha hecho a Hilma desde el mundo de la historia del arte y los museos. Cualquiera que me haya oído hablar de este tema en los últimos meses sabe que yo también me enfado cuando pienso en esto (la misma indignación que tenía cuando os hablé de las artistas de la Viena de Klimt y Schiele). Y que, como consecuencia, Kandinski me cae mal.
- El Guggenheim de Bilbao le va a dedicar una gran exposición a Hilma entre octubre de 2024 y febrero del 2025. Quizá debamos ir.
El botiquín 💊
Las píldoras culturales que me han mantenido cuerda y feliz los últimos meses. Son casi las 2 de la mañana porque por alguna razón nunca escribo la niusléter a una hora decente. Pero lo voy a intentar:
📚 Sí estoy haciendo lo de leer Pilgrimage, un libro al mes. Me está haciendo tremendamente feliz. También disfruté mucho leyendo La abadía de Northanger y releyendo Persuasión, llevo unos meses muy austenitas.
📺 Aproveché los dos meses a los que Netflix me ha obligado a suscribirme si quiero ver Bridgerton para ver Ripley, que gocé como una enana (también Bridgerton, claro).
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El típico final: si te ha gustado, reenvía, comparte. Si te la han reenviado y te ha gustado, suscríbete. Si quieres contarme qué te dicen los espíritus o por qué te cae mal Kandinski, contesta a este email o dime algo en X o Instagram o BlueSky. Si no quieres más, desuscríbete. Oh, y gracias por estar por aquí y no ser fantasmas.
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