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Teresa Feodorovna Ries era tan famosa que en 1906 el crítico de arte austríaco Karl Kraus se quejó de que estaba por todas partes. «Hay demasiada Feodorovna Ries», se lamentó al ver el interés mediático que había despertado la inauguración de su estudio en el Palacio Liechtenstein de Viena. El emperador Francisco José fue de sus primeros admiradores y entre sus fans estaban Mark Twain y Stefan Zweig. Sin embargo, es muy posible que no os suene su nombre. Es lo normal. Su fama, como la de todas las otras mujeres artistas que triunfaron y expusieron y vivieron del arte a principios del siglo XX en Viena, se esfumó tras los años treinta.
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Poster de una de sus exposiciones en su estudio en 1928.
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La futura estrella del fin-de-siècle vienés había nacido en 1874 (o, dicen otras fuentes, en 1866) en Moscú, donde pasó su infancia y juventud. Como en 1928 publicó una autobiografía, El lenguaje de las piedras, sabemos bastante en primera persona sobre su vida hasta entonces: estudió un tiempo en la Academia de Bellas Artes de Moscú, de donde la echaron por contestarle a un profesor y decirle más o menos «quién te crees que eres, no estamos a tu servicio sino tú al nuestro». En realidad, existían más razones para su expulsión: según ella misma admitió en el libro, no tenía formación y para la prueba de acceso había enviado los trabajos de otra persona. Aun así, en su primer año ganó el premio que otorgaba la academia a los mejores estudiantes. En 1894 emigró a Viena. Tenía solo 20 años, pero ya había estado casada (se divorció) y había perdido a un hijo.
En Viena siguió estudiando arte con un profesor privado, como era común que hicieran las mujeres. Todo bien y todo tranquilo hasta 1895, cuando consiguió que se incluyese una de sus esculturas en una exposición en la Künstlerhaus, uno de los espacios artísticos más importantes de la ciudad
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La bruja, la escultura que le cambió la vida.
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La escultura en cuestión, La bruja, tuvo una acogida curiosa. Antes de la inauguración, Ries fue emocionada al edificio para ver su obra en el contexto de la exposición. Ya en la puerta, un grupo de señoros (miembros de la sociedad de artistas) la abordó con insultos, diciendo que deberían prohibirle la entrada. La bruja, afilándose las uñas de los pies, con el pelo salvaje y una sonrisilla malvada, les había parecido escandalosa y de mal gusto.
Ries volvió compungida a casa y se pasó la noche llorando, planteándose incluso retirar la escultura de la exposición. Al final decidió simplemente dejarlo pasar y acudir igual el día de la inauguración, porque iba a estar el emperador con su corte y no se lo quería perder por nada del mundo. Cuando llegó, la recepción fue opuesta a la del día anterior: todo el mundo la felicitaba y buscaba su compañía. ¿La razón? Al emperador, que seguía por allí, le había gustado mucho la bruja y quería hablar con la artista. Estuvieron hablando una media hora. De la noche a la mañana, Teresa Feodorovna Ries se hizo famosa.
(Yo siempre desconfío de las críticas positivas del emperador Francisco José, que se había quedado traumatizado cuando uno de los arquitectos de la Ópera de Viena se suicidó después de que él dijera que el edificio parecía una estación de tren. Desde entonces, solo decía cosas buenas a los artistas, pero si buscó en particular hablar con Ries y no se limitó a asentir y sonreír supongo que de verdad le gustó la escultura).
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Teresa Ries en su estudio.
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Su obra estaba con frecuencia en la Künstlerhaus. Klimt y su grupo le ofrecieron irse con ellos cuando montaron la Secesión. Se unió también al grupo 8 mujeres artistas que exponía con frecuencia en la Galería Pisko. La crème de la crème vienesa y de fuera quería un busto esculpido por ella. En 1906 le ofrecieron usar el Palacio Liechtenstein como estudio, que ella inauguró con una retrospectiva de su trabajo. Hubo una obra de cabaret inspirada en ella: una escultora rusa, elegante, guapa, excéntrica, que usaba su estudio para flirtear con sus amantes (no se sabe nada de su vida amoroso-sexual). Fue a la Expo de Roma (1911) invitada tanto por Austria como por Rusia.
Y un largo etcétera de éxitos hasta que llegaron los años treinta y con ellos el antisemitismo y el nazismo: Ries era judía y tuvo que abandonar su estudio-palacio y exiliarse a Lugano. Aunque ella pasó años intentando salvarlas y recuperarlas, sus obras quedaron desperdigadas: algunas se perdieron, otras sufrieron vandalismo, muchos de sus cuadros, porque también pintaba, se quemaron. Ella murió en 1951 y como no hubo más memorias no hay muchos más recuerdos.
La construcción de su propio mito
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Haciéndole un busto a Mark Twain. Casi parece una parodia de lo idéntico que es.
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Escribir tus memorias significa entre otras cosas que quieres tener cierto control sobre la narrativa de tu vida. Una de las cosas en las que insiste Ries es en hablar más de cómo le vienen las ideas que del proceso posterior de esculpido. Muchas de las escultoras de la época buscaban aparecer en fotos en plena faena, un poco también para dejar claro que son ellas las que efectivamente se ponen cincel en mano a trabajar la piedra (se creía, claro, que era un trabajo muy físico para las mujeres), pero Teresa Ries nunca incidía en esa parte del proceso. Contaba más bien cómo le llegaban grandes oleadas de genio con una idea ya formada. Una artista innata, parecía querer decir. (Una de las anécdotas que cuenta en su libro es que en el colegio, aprendiendo a hacer pan, en vez de una hogaza hizo una figura de Juan el Bautista).
Su Eva (1909) nació después de la visita de una mujer desesperada a su estudio, que entre lágrimas le contó sus desastres amorosos. «Me atrapó la ira contra las convenciones sociales, la ira contra la impotencia de la mujer para cambiar esas reglas sociales sin sentido. No podía entender por qué la mujer no puede lograr un lugar mejor en la historia, por qué el segundo lugar en la historia de la humanidad tenía que ser suficiente. ¡La mujer, en cuyo vientre la vida empieza y acaba! No podía entender por qué las mujeres de mi tiempo se conformaban con depender de los caprichos amorosos de los hombres. Y sin embargo este parecía el destino de la mujer desde Eva, desde el pecado original», escribió.
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Eva.
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Otra de sus obras más conocidas es su Lucifer (si os recuerda al pensador de Rodin: son más o menos de la misma época, pero Lucifer se expuso antes y es de 1897). Aquí el proceso no quedó en sus memorias, sino que lo contó Mark Twain, visitante habitual de su estudio. Según el escritor, Ries le dijo que en realidad lo que estaba esculpiendo era a la Virgen María, pero, como le estaba quedando muy masculina, la convirtió en el Diablo. «¡Así que hizo a Satán a partir de la madre de Dios!». A Twain le encantó la anécdota y le pareció un cambio muy afortunado.
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Lucifer.
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Creo que la historia que más me gusta es la de la escultura El alma retorna a Dios (1903). Fue un encargo de un matrimonio cuyo hijo había muerto y querían la escultura para su tumba. Ries hizo un diseño precioso, de la figura de un hombre medio flotando y ascendiendo hacia dios, un señor muy grande que lo acoge. A ellos, especialmente a la mujer, les encantó, pero tuvieron un malentendido con el material. Lo que empezó a hacer la escultora iba a ser más caro y el marido dijo que no lo iba a pagar, que pagaría solo su tiempo. Ella se olvidó del matrimonio, dando el encargo por perdido, y acabó la escultura, que se exhibió en la Secesión. El matrimonio se encontró la escultura allí por sorpresa y fue todo un drama. Finalmente, compraron la obra, que se puede ver en el cementerio central de Viena.
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Dios acogiendo el alma del joven hijo fallecido.
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Así se olvida, así se borra
Si conocéis mi vínculo personal con Viena, quizá penséis que la historia de Teresa Ries es algo que descubrí allí, pero no. Fue hace unos meses, pensando en esta carta, cuando me pregunté si en aquella época dorada para el arte en Viena no habría habido también mujeres. Google me dijo que sí y me dio algunos nombres, pero no encontré demasiado sobre ellas. Las páginas de Wikipedia no daban para profundizar mucho, los artículos que encontraban decían todos lo mismo y de forma muy superficial. Pero había un libro, The Memory Factory: The Forgotten Women Artists of Vienna 1900, escrito por Julie Johnson.
Habla en particular de cinco artistas y en general del ambiente de la época, rompiendo con la idea de que si no conocemos a mujeres artistas del pasado es porque no había muchas por lo difícil que lo tenían todo. En Viena, defiende la autora, no podían estudiar en algunas academias y en las instituciones principales no tenían derecho a voto, pero sí estaban muy presentes en la vida artística: exponían al lado de gente como Klimt o Schiele, sus obras tenían mucha cobertura mediática, vendían mucho y vivían de su arte, eran amigas y colegas de todos esos artistas que nos han dicho que solo veían a las mujeres como madres, musas, amantes o putas (muchas veces todo a la vez).
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Primera foto que hice al bajarme del metro al llegar a Viena en mayo de 2017, contenta por coincidir con una retrospectiva e Egon Schiele.
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Mientras leía, me acordé de lo que contó Raquel cuando la entrevisté, de cómo se enfadó al descubrir a Magda Donato, de cómo se sintió robada. A mí me pasó un poco lo mismo.
Yo en Viena me enamoré de Egon Schiele. Porque me gustan y atraen mucho sus cuadros, sí, pero también porque tenía una planta entera en el Leopold Museum y porque pude alimentar mi incipiente obsesión viendo un biopic sobre él que se había hecho en los ochenta, comprando postales y libros y calendarios para mi pared.
Cuando volví en 2017 me puse muy contenta, porque nada más bajarme del metro vi un cartel que anunciaba una retrospectiva en el Albertina y resultó que en el Top-Kino, un cine-cafetería que es de mis lugares favoritos de la ciudad, ponían otro biopic, el de 2016 (está en Filmin). Con todo esto quiero decir que me enamoré de Egon Schiele, en parte, porque pude hacerlo. Pero quizá si hubiese habido también una planta del museo dedicada a Teresa Ries o a Broncia Koller o a Helen Funke con sus obras y sus historias, si hubiese tenido luego material constante para cultivar mi interés, en mi nevera ahora habría imanes de ellas y yo sería una experta en sus obras.
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Mi amado Top-Kino con la programación de Egon Schiele.
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No sabemos de ellas porque sufrieron un doble borrado. Primero, el típico por ser mujeres. Los críticos (y críticas, que también las había) contemporáneos sí hablaban de ellas, pero se perdieron con las nuevas generaciones. Al buscar influencias y antecesores a artistas posteriores, la mano de la crítica acudió casi sin excepción a los artistas hombres. Los propios artistas hacían lo mismo: los grandes padres, los grandes maestros, no pueden ser grandes madres o grandes maestras.
El segundo borrado fue el del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de estas artistas eran judías, sus estudios fueron arianizados, sus obras destruidas, tuvieron que huir, algunas murieron en campos de concentración. Cuando volvió la normalidad, sus obras no volvieron a los museos y galerías.
La recuperación empezó muy despacio y con pocas ganas en los ochenta. Y hasta 2019 no hubo una exposición que las sacara a la luz como parte del movimiento artístico de la Viena de principios de siglo, pero con esa otredad de «¡mira! ¡eran mujeres!» que no tuvieron en su época. Ya en una exposición en 1916 que las había juntado a ellas y a mujeres artistas desde el siglo XVI un crítico dijo que lo ideal era llegar a un momento en el que no hicieran falta ese tipo de exposiciones. Una pena que estemos, parece, más lejos que entonces.
Y para que esto no se me eternice, aquí van algunas de mis obras preferidas con un poquito de sus biografías.
Tina Blau (1845-1916). La precursora de todos. Introdujo el impresionismo en Austria y fue de las primeras en pintar al aire libre. Era muy conocida, aunque le gustaba ir un poco a su bola. Nunca aceptó participar en exposiciones de solo mujeres para que no se la introdujese en ese género de pintura femenina. Después de la Expo de Viena (1873) se cedieron los pabellones a artistas para que los usasen como estudios. Ella fue una de las elegidas. Su cuadro Primavera en el Prater, que se expuso en París, fue comprado por el emperador, a quien le encantó. ¿Os recuerda a la Tarde de domingo en Grande Jarre? Es de 20 años antes. Klimt era fan.
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Primavera en el Prater. Tina Blau.
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Broncia Koller (1863-1934). Cuando se la redescubrió en los ochenta, se refirieron a ella como «una ama de casa que pintaba», un poco cegados por que pintase muchas escenas interiores. Sin embargo, el modernismo vienés era muy de interior, de la importancia de los espacios, de la decoración. Koller era una artista respetada, miembro de la Secesión, que expuso y vendió mucho, que se movía en los mismos círculos que Gustav y Egon, que todo eso de siempre.
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Marietta. Broncia Koller.
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Elena Luksch-Makowsky (1878-1967). Como Teresa Ries, era rusa. Llegó a Viena justo en el cambio de siglo y enseguida se mezcló con los artistas locales. Fue la única mujer miembro de la Secesión que tuvo también un monograma (la firma en un cuadrado) y en más de una ocasión tuvo encargos para fachadas de edificios (Ries también tuvo de esto).
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Ver Sacrum. Elena Luksch-Makowsky.
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Helene Funke (1869-1957). Vivió durante un tiempo en París, donde era habitual del círculo de Matisse y donde compartió casa con Gertrude Stein. Recaló finalmente en Viena en 1913 y, ella también, expuso mucho en la Secesión. En una exposición en Estocolmo dijeron de sus desnudos que mostraban «una indecencia pronunciada y un énfasis casi perverso de lo sensual».
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Mujer sentada desnuda frente a la chimenea, Helen Funke.
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Hay más, pero quizá tengáis más cosas que hacer este domingo.
El botiquín 💊
Las vitaminas culturales que me han mantenido cuerda y feliz estas semanas:
🎧 El otro día, sin venir a cuento, mi cerebro empezó a cantar: tengo ganas de fiesta, de que acabe el invierno, de volver a nadar en el mar. Hacía años que no escuchaba el disco de Family, Un soplo en el corazón, y fui directa a ponerlo en Spotify. Lo he escuchado mucho estas últimas semanas y descubierto que es capaz de hacerte sentir nostalgia del verano aunque estés en pleno agosto del hemisferio norte.
📺 No sé bien cómo, Filmin me llevó a Reencuentro, una peli muy conocida de 1983 de la que yo no tenía ni idea en la que salen Glenn Close y Jeff Goldblum. Es, como su propio nombre indica, la típica película de amigos que se reencuentran décadas después. A mí estas películas siempre me gustan y esta no es una excepción. La BSO es de temazo tras temazo.
📖 Empecé a leer Los testamentos, de Margaret Atwood, justo el día que Afganistán se vino abajo. Y, bueno, es la segunda parte de El cuento de la criada, así que ya os imagináis. No me mantuvo ni cuerda ni feliz, pero lo devoré en dos días.
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Y el típico final de newsletter: si te ha gustado, reenvíala. O usa este enlace o los iconos de debajo para compartirla. Si te la han reenviado y te ha gustado, suscríbete. Si quieres contarme cuándo descubriste a una gran mujer del pasado y te sentiste robada porque nadie te había hablado de ella, contesta a este mail. Si no quieres más, desuscríbete. Oh, y gracias por estar por aquí y no ser fantasmas.
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