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Una de las cosas que hice la última vez que estuve en Londres, poco antes de la pandemia, fue ir al Museo Victoria & Albert. Estaba con dos amigas que se dirigieron a tiro fijo a las salas o exposiciones que les interesaban, pero como era mi primera visita y me abrumaba un poco tener que estudiar y decidir qué hacer, opté simplemente por pasear sin rumbo y confiar al azar la posibilidad de descubrir algo inesperado. Podría haber salido mal, podría haberme arrepentido de no haber hecho los deberes y haber sentido envidia de lo que vieron mis amigas, pero tuve suerte. En un momento, me encontré en un sitio desde el que se veía cómo montaban unas esculturas para una exposición futura, lo que ya me pareció un buen uso de mi tiempo. Poco después, entré en una sala que me atrapó. Era la sala de los retratos en miniatura.
Según informaba la cartela de la entrada, este tipo de retratos diminutos había llegado a las islas británicas en la década de 1520, con Enrique VIII, y había alcanzado su máxima popularidad a principios del siglo XIX (luego apareció la fotografía y todo cambió). Sus precursoras eran las miniaturas originales, las de los códices medievales que copiaban e iluminaban los monjes (y las monjas, más sobre esto después) sobre pergamino. Los retratos en miniatura, pintados sobre una especie de medallitas (o en cajitas, colgantes o cualquier objeto pequeño y fácil de llevar encima), llegaron a ser una especialidad británica (o eso decían ellos), pero no empezaron ahí. Los más antiguos son de origen flamenco. Dos de las protagonistas de esta carta son de ahí, una de Brujas y otra de Gante. Las dos eran hijas (y, en un caso, nieta) de iluminadores y pintores de miniaturas. Y ¿dónde desarrollaron sus carreras profesionales? Exacto: en la corte de Enrique VIII. Pero, antes de cruzar el canal de la Mancha, quedémonos un rato por el Flandes de principios del siglo XVI.
Hacía tiempo ya que la producción de libros no era cosa únicamente de monasterios y conventos. Poco a poco, habían ido surgiendo artesanos y artistas que montaban sus talleres en las ciudades y que se agrupaban en gremios. En Brujas, que en el siglo XV se había convertido en el centro europeo de la producción e iluminación de manuscritos (antes era París), las personas implicadas en este negocio estaban en el gremio de San Bartolomé y San Juan, en el que se mezclaban encuadernadores, vendedores de libros, miniaturistas, calígrafos, copistas, iluminadores, comerciantes de pergamino y, algo más tarde, impresores. A este gremio de libreros pertenecía Simon Bening, pintor de miniaturas, hijo de otro señor que se dedicaba a lo mismo, y padre de seis hijas. La mayor, Levina, nacida en 1510, siguió sus pasos.
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Una de las miniaturas que se le atribuyen a Levina. La retratada es Catalina Grey, c. 1555-1560.
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Dejadme seguir dándoos algo de contexto sobre la producción de libros y los gremios antes de pasar a hablar de Levina y viajar a Inglaterra. Los talleres de los libreros solían ser negocios familiares, donde, además del artesano que se registraba en el gremio, trabajaban su esposa y sus hijos e hijas. No era raro que, tras quedarse viudas, muchas mujeres continuaran llevando el negocio ellas solas (como fue el caso de Jerónima Galés, una impresora valenciana del siglo XVI). Sin embargo, no siempre se actualizaban los registros de los gremios con la nueva persona al frente del taller y por eso los nombres de mujeres son muy escasos. Pero en Brujas pasó algo muy curioso: a partir del siglo XV, el gremio de los libros empezó a llenarse mujeres. La proporción pasó de un 12 % en 1454 a un 25 % en 1480.
Ahora esperaréis que os cuente que una de esas mujeres era Levina, la hija de Simon Bening, pero no. Simplemente me apetecía compartir el dato. Perdonadme por esas 145 palabras extra. Vamos con Levina.
La primera mujer que pintó en Inglaterra de forma profesional (que sepamos)
Ya está, ya tenéis el titular. También sabéis su nombre, Levina, e intuís su apellido, Bening, pero como se casó antes de dejar Flandes (y no ya en la corte inglesa, como dijo un historiador en un momento y se repitió durante siglos), ha pasado a la historia con el apellido de su marido: Levina Teerlinc. Me imagino de pronto a historiadoras e historiadoras del arte sintiéndose invocados al leer ese nombre, despertándose levantando un dedo e iniciando un discurso que han repetido mil veces (como yo cuando alguien defiende la tilde de solo). ¿Por qué? Porque a Levina Teerlinc la rodea mucho debate y controversia.
La situación es la siguiente. Por un lado, está documentadísima su existencia y su importancia. Desde 1546, la corte inglesa le hace un pago anual de 40 libras. En esa primera anualidad, ya se refieren a ella como paintrix, es decir, pintora. Este pago, que la reina Isabel I convirtió en vitalicio en 1559, se repitió hasta 1576, cuando murió, tras haber servido a Enrique VIII, a Eduardo VI, a María I y a Isabel I. ¿Cómo valorar ahora mismo esas 40 libras anuales? ¿Era mucho o poco? Podemos compararlo con lo que se pagaba a otros pintores de la corte: sus predecesores, Hans Holbein y Lucas Horenbout, cobraban 30 y 34 libras al año respectivamente. Y Nicholas Hilliard, que también pintó miniaturas de los reyes (y que posiblemente recibiera clases de Levina), cobró solo una vez 40 libras anuales, y fue ya en 1599. Es decir, Levina Teerlinc fue quien tuvo el mejor salario.
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Esta es Mary Dudley. Levina (si fue ella) pintó este retrato en 1575.
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Sabemos que solía entregar un cuadro como regalo de año nuevo a los monarcas (y recibía también regalos de ellos) y que, además de pintora profesional, fue dama de compañía de las distintas reinas y profesora de pintura en la corte. La controversia llega porque, en contraste con toda esa documentación que nos habla de pagos y con los testimonios contemporáneos (¡de artistas italianos! ¡hasta allí llegaba su fama!) que la destacaban como una de las pintoras más importantes del momento, ni a ella se le ocurrió firmar sus obras ni a nadie irlas guardando en una caja en la que pusiera bien claro «Levina Teerlinc». Es decir, no sabemos qué pintó.
A esto ayudó lo de siempre, que murió y hubo por lo general poco interés por mantener su nombre en la superficie. No fue un olvido repentino: siguió apareciendo en textos y libros de arte hasta el siglo XIX. Pero era casi una nota al pie, una curiosidad, con una biografía que no se investigaba mientras las de Holbein y Hilliard crecían y crecían. A Hilliard tenemos que tenerle algo de manía, además: publicó un tratado sobre pintura en el que menciona a artistas que fueron una influencia para él y omitió a la que —según fuentes, este es otro de los acalorados debates— fue su maestra. Por supuesto, a Holbein sí lo incluyó.
Lo que pasa ahora, y lleva pasando desde el siglo XX, es que cada vez que alguien señala un retrato en miniatura y dice «esto lo pintó Levina», aparecen otros académicos indignados porque para ellos es de Holbein, o de Lucas Horenbout o de Nicholas Hilliard (un ejemplo es la miniatura que encabeza esta carta, que el propio V&A atribuye a Levina desde 2015 y antes atribuía a Hilliard). Según defienden algunos, al ser también dama de compañía, su producción pintora tuvo que ser mínima. Según contestan otras, si eso era así lo de las 40 libras anuales es muy raro. Para añadir un poco más de leña, hay quien defiende que Levina también siguió iluminando manuscritos una vez en Inglaterra. Pero hay quien cree que no y que, si lo hizo, fue como hobby y no como actividad profesional.
Antes de Levina: Susanna Horenbout
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Catalina de Aragón. En teoría esto lo pintó Lucas (hermano de Susanna) Horenbout por 1525, pero como se acepta que en esa familia trabajaban todos juntos, puedo ponerlo aquí sabiendo que la autora podría haber sido ella.
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Existe la posibilidad de que Levina Teerlinc llegara a la corte de Enrique VIII gracias a otra pintora flamenca que llevaba ya un par de décadas por ahí: Susanna Horenbout. Nacida en Gante en 1503, desembarcó con su familia en Inglaterra para trabajar en la corte en la década de 1520. Hay una diferencia crucial con Levina: aunque Susanna también pintaba miniaturas e iluminaba manuscritos, a ella no se la menciona nunca como pintora de cámara oficial. Era solo dama de compañía. Los que pasaron a la historia como pintores de cámara fueron su padre Gerard y su hermano Lucas. Sí, uno de esos que ganaba menos que Levina.
Susanna, sin embargo, ya destacó como miniaturista desde muy joven. En 1521, antes del viaje a Inglaterra, el pintor Alberto Durero la visitó en Amberes y le compró una obra maravillado ante su talento, posiblemente no tanto por que fuese mujer (Durero conocía a muchas pintoras), sino por su pericia con los pinceles ya a los 18 años. Hay quien sostiene que Durero no estaba allí por casualidad, sino como parte de una misión: iba visitando distintos talleres como una especie de cazatalentos para enviarle a Enrique VIII artistas flamencos (eran, al fin y al cabo, los mejores). De los Horenbout sacó un par de pintores de cámara oficiales y una pintora que sería también dama de compañía de cuatro de las seis mujeres del monarca inglés. Susanna se casó dos veces y estuvo muy cerca de la pobreza al enviudar porque, como dama de la corte, tenía una vida cara y un salario exiguo (unas 10 libras anuales y tela para hacerse vestidos a la altura; estas damas eran nobles y su atuendo no era mucho más sencillo ni barato que el de las reinas y princesas a las que servían).
Como pasaría con Levina, de Susanna también se conservan testimonios contemporáneos que alaban su maestría pintando obras pequeñas e iluminando manuscritos. Y, como pasa con Levina, tampoco está muy claro qué obras son suyas.
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En esta parece haber bastante unanimidad: como hace poco se concluyó que la persona retratada era María Tudor (hija de Enrique VIII y futura María I de Inglaterra) y no Catalina Parr (la última esposa del rey, la que le sobrevivió), hubo que hacer un reajuste de fechas. Si se pintó en 1546, Gerard y Lucas ya habían muerto. Es obra de Susanna.
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Susanna le abrió el camino a Levina al servir como precursora. Veinte años después de su llegada a Inglaterra, ya no sería la niña prodigio que cautivó a Durero y quizá su vista estuviese también cansada de tanta miniatura. Era muy apreciada y había sido buena tutora y profesora de pintura para María de niña (antes de todo el drama de la separación de Enrique VIII y Catalina de Aragón y la aparición de Ana Bolena). ¿No estaría bien introducir a otra mujer como ella, flamenca y miniaturista, pero más joven? Así apareció Levina Teerlinc en la corte y fue pintora oficial posiblemente porque Enrique VIII ya estaba mayor y era Catalina Parr quien tomaba esas decisiones. Susanna Horenbout murió en 1554, por lo que es posible que ambas pintoras se conociesen en algún momento. Estos cruces siempre me hacen ilusión.
¡Pero no eran las únicas! También andaba por la corte Margaret Holsewyther, una iluminadora inglesa que en 1525 se casó con Lucas (el hermano famoso de Susanna). Abrieron juntos un taller en Londres que siguió funcionando cuando el pintor murió (le dejó dos tercios a Margaret y el otro a su hija). Es el estudio al que todos los años Catalina Parr, nuestra impulsora de miniaturistas e iluminadoras favorita, compraba miniaturas. (Y, sí, Margaret se volvió a casar, pero no hay pruebas de que su nuevo marido fuese también artista).
Lo de las monjas
Me pasa lo de siempre: me emociono, escribo demasiado y empiezo a desconfiar de vuestra capacidad de atención y a imaginaros nerviosas sorbiendo un café que ya está frío. La culpa es mía, claro, que soy yo quien no es capaz de cerrar esta carta aquí y dejaros tranquilas. PERO es que al principio os adelanté algo de unas monjas medievales que hacían también códices y no os quiero dejar así. El resumen es este: ¿por qué creíamos que ellas en sus conventos iban a dedicarse únicamente a rezar, tener visiones místicas, cuidar un huerto e inventarse lenguas? ¿No iban también ellas a querer escribir y copiar textos religiosos y decorar con miniaturas graciosas que ahora son memes sus códices? ¡Claro que sí!
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Esta es Gisela von Kerssenbrock, una monja alemana del siglo XIII. Y, sí, este es un autorretrato en su Codex Gisle.
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Los conventos tenían también sus scriptoria y las monjas trabajaban ahí sus volúmenes. Como era normal en la época, no firmaban, por lo que por defecto todo se atribuyó a monjes, incluso en casos en los que la relación entre un códice y un convento en el que solo había mujeres estaba claro. Todo esto estalló cuando llegaron investigaciones con perspectivas feministas y empezaron a notar diferencias. Porque en esas ilustraciones se plasma también una visión del mundo: el énfasis en la virginidad o en las mujeres como víctimas se diluye, por ejemplo. Y mi ejemplo preferido y la razón por la que os quería contar esto: también le metían mano a los textos. Hay manuscritos copiados en la abadía de Chelles (Francia) en los que a unos textos de San Agustín les faltan pasajes. Casualmente, eran las partes más misóginas, en las que todo es culpa de Eva (pobre Adán, víctima de sus artes de tentación), en las que se habla de las mujeres como seres débiles e inferiores. Me imagino a las monjas así:
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Y pasando de copiar esas partes.
Hay también casos de monjas miniaturistas con nombre (aquí tenemos a Ende, en el Reino de León, en el siglo X) y, por supuesto, la estrella de las monjas medievales, Hildegard von Bingen, también tenía monasterios de mano (¡para algo los fundaba!) en los que producir manuscritos sobre, entre otras cosas, sus propias visiones.
Y luego, por si no nos queda claro, los códices iluminados están plagados de autorretratos de los y las artistas que hicieron las miniaturas.
Todo este rápido recorrido por conventos medievales es solo para recordar que todo casi siempre tiene antecedentes. Podemos sorprendernos de las miniaturistas modernas, alzarlas como excepcionales y justificarlo con un «claro, porque su padre…». Pero eso sería dar por hecho otra vez (como hacemos siempre) que antes no había nada, que nunca una mujer había pintado miniaturas ni había participado en la creación de un libro. Como si no hubiese habido una época en la que muchos conventos, lugares en los que solo había mujeres, producían también esos códices que, cuando no sabemos a quién atribuir, decimos que es del «maestro de X». Nunca maestra, por lo que sea.
El botiquín 💊
Las píldoras culturales que me han mantenido cuerda y feliz los últimos meses:
📚 De los últimos libros que he leído, me fascinó Nadando a casa, de Deborah Levy (está en Siruela, traducido por Susana de la Higuera Glynne-jones). Es cortito y veraniego y perturbador y tiene cosas así: «Por eso, cuando yo doy un beso de buenas noches a mi hija y le deseo felices sueños, ella comprende que mi deseo es noble, pero sabe, tal y como lo saben todos los niños, que resulta imposible que nuestros padres nos digan cómo han de ser nuestros sueños. Saben que han de soñarse a sí mismos fuera de la vida y de nuevo en ella, porque la vida siempre debe recuperarnos». Además, es un libro de 2011, para salirnos de la tiranía de las novedades.
🎶 Pero bueno, podemos entrar de nuevo en esa tiranía. Cuatro discos guays de los últimos meses (dos de ellos de estos días, en realidad): Essex Honey, de Blood Orange; Blue Reminder, de Hand Habits; y Tether, de Annahstasia. Y también My Home Is Not In This World, de Natalie Bergman.
🍿 Debería apuntar también lo que veo, no solo lo que leo, porque estoy casi en blanco y a punto de admitir que soy una de esas señoras millennials que está viendo un triángulo amoroso de adolescentes insoportables. Me gustó mucho Dept. Q (Netflix) y estuve a tope con la última temporada de La Edad Dorada (HBO). También vi Sacerdote del amor, una peli de 1981 sobre D. H. Lawrence (al que interpreta Ian McKellen, que era idéntico. Está en Filmin.
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