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¿Habéis cambiado mucho desde que erais jóvenes? Yo creo que en esencia soy la misma persona, pero existen ciertas características de mi yo del pasado que ahora solo puedo atribuir a la inocencia de la juventud. Durante las dos primeras décadas de mi vida, por ejemplo, no me gustaba el café. También me pasé de 2005 a 2008 diciendo que Viena era la ciudad más sobrevalorada del mundo. Hasta bien pasado el cuarto de siglo, me caían mal las plantas. Y hubo una época, unos dos años más o menos, en la que todos los primeros domingos del mes, religiosamente, enviaba una niusléter a un público pequeñito pero fiel.
Esto último me gustaría recuperarlo, pero quizá con menos religiosidad. Porque con los años, además de aprender a amar el café, a Viena y a las plantas, creo que he casi entendido que las personas no somos maquinitas que se puedan programar. Somos organismos complicadísimos que encima están en contacto continuo con otros organismos igual de complejos. Todo ello a merced de la primavera y las tormentas y el modo aleatorio de Spotify. Hay días, hay semanas, hay meses en los que los calendarios están para romperlos. Si estoy en el balcón, leyendo y subrayando un par de artículos académicos que encontré sobre una señora del pasado, y una amiga me dice que si tomamos algo en el bar de enfrente de mi casa, adivinad cuál será siempre mi prioridad.
Antes de bajar a tomar ese algo y aparcar los papeles durante varias semanas —cuando se rompe un hilo, a veces es difícil retomarlo—, leí un inicio de vida digno de leyenda. La abandonaron de bebé al lado de una fuente y la encontró una bailarina. Por supuesto, casi lo primero que aprendió a hacer en la vida fue bailar (antes que leer, le gustaba decir). Cuando tenía cinco años, su madre adoptiva murió y un empresario (sí, suena raro) se la llevó a París, donde hizo su debut oficial en 1840 bajo el nombre de Fanny. Venía de Algeria, aunque hay quien cree que tenía también origen español. Al fin y al cabo, el nombre artístico por el que se acabó decantando fue el de Mariquita. Mejor preguntémosle a ella. En una entrevista que le hicieron en Cosmópolis en 1919 con motivo de su jubilación, «la más famosa de las bailarinas» decía:
Aún me veo en Argel en mi primera infancia. Según parece, soy italiana... Es posible... No tengo estado civil. ¡Era eso tan natural en esa época! Hoy son las grandes damas las que se dedican al teatro. Yo iba de ciudad en ciudad. La mujer que me educó viajaba con músicos, con cantantes, con artistas, y aun pudiera decir con saltimbanquis... aunque eran muy buenos. En esa edad temprana cantaba y danzaba.
En esa entrevista, dice que a los dieciséis años fue primera bailarina en el Teatro Real de Madrid, en un tiempo en el que «aún no había vía férrea». Los viajes en diligencia «aunque fatigosos, tienen su encanto». Pero no es protagonista de este texto por ser bailarina, sino por lo que le dio de verdad la fama: fue coreógrafa. O, como decía en esa entrevista, «inventaba bailes».
Dónde buscar la historia
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En esos artículos que leí y subrayé al sol, aprendí también que se suele decir que el París de cambio de siglo (del XIX al XX) fue una época de sequía creativa en el ballet. Que solo se estrenaron un puñado de ballets nuevos en la Ópera, que hasta que no llegaron los rusos en 1909 la cosa no se revitalizó. Eso es lo que cuentan los archivos institucionales que sirvieron de fuente principal a los historiadores. Sin embargo, hay otra fuente que cuenta algo totalmente distinto: la prensa de la época.
Las principales cabeceras publicaban reseñas diarias de producciones escénicas. Sí había sequía de ideas en el ballet de la Ópera, blanco habitual de críticas y caricaturas. Pero en París había muchos más teatros pequeños y en casi todos había programación de danza. Entre 1870 y 1920 se estrenaron más de 600 ballets nuevos en París, nacidos del ingenio de 26 coreógrafos. ¿Era Madame Mariquita la excepción, la única coreógrafa entre tanto señor? No: la mitad de esos ballets habían sido creados por mujeres; Madame Mariquita, eso sí, ganaba en cualquier ranking: era la coreógrafa que más nuevos bailes estrenaba. Una vez más, nos encontramos que lo de que «es que antes las mujeres no podían hacer nada, por eso no hay xxx famosas» es más bien un «los historiadores se dejaron sus nombres por el camino y no se preguntaron nada».
Mariquita empezó como bailarina, pero pronto empezó también a coreografiar. Como la mayoría de las coreógrafas de la época, su rastro aparece por muchísimos teatros y su firma está detrás de obras de muy distinto tipo. Estuvo contratada en el Folies-Bergère y en la Opéra-Comique (aquí desarrolló 60 espectáculos de danza) y también fue directora coreográfica del Palais de la Danse en la Exposición Universal de 1900. Era tremendamente innovadora, con ballets inspiración griega, rusa, española, egipcia o india; algunos eran más clásicos, otros más modernos. Odiaba los tutús e inició una campaña para que desaparecieran.
Creía también que las bailarinas eran cada vez peores, que para algo era también profesora y lo veía año tras año. En 1896, la prensa recogía que nuestra amiga, «antigua y desesperada profesora», opinaba que las muchachas de aquel momento eran «una calamidad». Parece ser que no tenían «el menor amor al arte» y solo pensaban «en componerse y en andar en bicicleta». La bicicleta era lo peor, opinaba Mariquita. O bailarina o ciclista.
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La prensa la amaba y la seguía como la celebrity que era. Que si se ha cortado un pie al pisar un cristal roto, que si se ha puesto enferma, que si ha sido agredida por una bailarina a la que despidió, que si de vacaciones fuera de París. También respetaban su arte como no hacían con el de otros coreógrafos a los que en general no tenían mucho aprecio. Pero Madame Mariquita, con sus pantomimas y sus bailes sensuales y exóticos, con sus representaciones clásicas y sus danzas casi de estilo libre. Cómo no amarla.
Murió en 1922 y los obituarios fueron numerosos y se deshicieron en elogios. «Ciencia incomparable», «gusto perfecto». Había combinado «la gracia del ballet clásico con la plasticidad del ballet moderno». Había «renovado los gestos y el vestuario». Había renovado el ballet en París antes de Isadora Duncan y los rusos. Todos daban por hecho que sería recordada, que su nombre quedaría unido al de la historia de la danza. Pero como se movió en teatros más populares, como en los archivos de la Ópera su presencia es casi anecdótica, lo más fácil fue lo de siempre: olvidar. Cómo iba a ser una huérfana argelina el principal revulsivo del ballet parisino durante varias décadas. Qué cosas tenéis.
- Saqué toda la información de los artículos que ha escrito la historiadora de la danza Sarah Gutsche-Miller, que es quien dio con la presencia abrumadora de Mariquita en la prensa de finales del XIX y principios del XX (y con su ausencia en los archivos y libros de historia).
- También usé el artículo Where Are Ballet’s Women Choreographers?, de Lynn Garafola.
- La hemeroteca digital de la BNE me dio todo lo de la entrevista y lo de que las mozas ya solo quieren ir en bici.
- La idea me la dio mi hermana, que me hizo la misma pregunta del artículo de Garafola.
El botiquín 💊
Retirar florecillas secas a las plantas del balcón. Canto yo y la montaña baila (Irene Solà). Mrs Davis (HBO). Los discos nuevos de The National, Keaton Henson y Arlo Parks. Jugar al Trivial. Seguir con el día a día de Virginia Woolf hace cien años, ahora también en sus cartas y no solo el diario (dramas de este año: intentar conseguirle dinero o un trabajo a TS Eliot para que deje su puesto en un banco y se pueda dedicar al arte (no lo consiguieron), volver al gris Londres después de un mes de vacaciones en España, la imprenta que crece e invade la casa, La señora Dalloway —aún Las Horas— que va tomando forma, gripes).
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