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marzo 12, 2023

OZ #33 💌 Un teatro lleno de señores histéricos

Las 'celebrities' que causaban furor a finales del XVIII

¿No lo ves bien? Léelo en tu navegador.
(Leed con café caliente, se me ha ido un poco de las manos).

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Perdonad este pequeño retraso, pero el fin de semana pasado estuve enferma y decidí no dedicar mis energías a esta carta.

Esta excusa, en un invierno en el que todo el mundo está con gripe o algún virus misterioso durante más tiempo del deseado, lo tiene todo para ser creíble. ¿Por qué iba a mentir, de todas formas? Sin embargo, quien haya estado conmigo estos últimos días o me haya oído este último mes tentar al destino diciendo que, de momento, no he pillado nada, encontrará el comenzo de esta misiva cuando menos sospechosa.

Una de las protagonistas de hoy también alegó enfermedad en una ocasión  para librarse de algo a lo que se había comprometido. Y no era una simple niusléter con suscriptores que solo se habrán dado cuenta de que llego tarde porque lo he dicho, no. Lo suyo era un trabajo. Tenía un papel —que además parecía hecho a su medida— en una obra que se iba a estrenar en 1796 en el teatro de Drury Lane, en Londres, donde era una de las estrellas. Una semana antes, sin embargo, les escribió diciendo que no iba a poder participar, que estaba muy enferma. 

Que faltara ella, Sarah Siddons, gran estrella del teatro, era un duro golpe, pero ¿habría que desconfiar de su excusa? Si alguien con una fama tan impecable, que además había actuado incluso el día antes de dar a luz y seguro que también estando enferma, decía que no podía, sería porque estaba muy mal. Esto es lo que pensaría cualquiera que no conociese otra parte del contexto. Había muchas dudas sobre esa obra que se iba a estrenar y era la comidilla del mundo académico y del teatro. Si hubiese habido Twitter, me imagino algo parecido a lo que pasó en la presentación en Venecia de Don’t Worry Darling. La propia Siddons le había comentado a una amiga en una carta cuando estaba estudiando el papel que no las tenía todas consigo. Es decir, posiblemente no estuviese enferma. Pero ¿quién era y por qué era tan importante que participase?
Sarah Siddons retratada por Joshua Reynolds en 1784. 
Sarah Siddons había nacido en 1755 en una familia de teatro, los Kemple. Su abuelo era actor, su madre actriz, y varios de sus hermanos también dedicaron sus vidas a los escenarios (¡nepo-babies todos!). Se casó a los diecinueve años con otro actor, aunque enseguida estuvo claro que la buena era ella, que se convirtió rápidamente en quien llevaba la mayor parte de los ingresos a casa. Y eso que cuando debutó en Londres en 1775 la crítica fue despiadada y no le renovaron el contrato. Cuando volvió en 1782 a ese mismo teatro, después de ir cogiendo más tablas en teatros provinciales e ir poco a poco haciéndose un nombre, la historia fue muy distinta. El éxito fue tremendo y se desató la Siddons fever (fiebre Siddons). 

Famosa, adorada y puesta en un pedestal. Aunque no la hubieses visto actuar nunca, sabías quién era y esperabas poder verla algún día. Se hablaba de ella en los periódicos, aparecía en viñetas, los pintores se peleaban por retratarla, hubo hasta un juego de ajedrez en el que ella era la reina. Lord Byron creía que era la persona de mayor talento que había pisado un escenario. En una carta a su hermana Cassandra en 1811, Jane Austen lamentaba no haber podido verla en una visita que hizo a Londres (el taquillero le dijo a Henry, su hermano, que no creía que la señora Siddons fuese a actuar esa noche; sí actuó, pero los Austen ya no habían comprado entradas).
 

Una imagen cuidadosamente fabricada


De Sarah Siddons se dice que fue de las primeras celebrities, tanto por el alcance de su fama como por lo meticulosamente que había fabricado su imagen. La profesión de actriz aún despertaba ciertas dudas —básicamente, casi se daba por hecho que eras también prostituta—, pero nadie las albergó nunca sobre Sarah Siddons. Escogía sus papeles de forma que se resaltaran las características de feminidad (pura y pulcra) que quería que se asociasen con ella. Y, por si acaso, también escribía a veces sus impresiones sobre un personaje.

Interpretó a Lady Macbeth en múltiples ocasiones (era su personaje estrella), llevando el papel de esa nada femenina —en los cánones de la época— ambición asesina a algo más trágico y profundo, y teorizó sobre su forma de abordar el personaje en el ensayo Remarks about Lady Macbeth. Y se mostraba siempre como alguien que era actriz, sí, pero sobre todo esposa y madre, sacando a sus hijos al escenario en alguna ocasión, hablando de ellos, haciendo que ellos interpretasen a sus hijos para emborronar más la línea entre realidad y ficción.

Lo más curioso es que leyendo esto a lo mejor os imagináis a una Sarah Siddons tradicionalmente femenina: tímida, frágil, que ocupa poco espacio. Las crónicas de la época hablan de algo totalmente distinto. Y eso fue, de hecho, lo que la hizo más grande.

Sarah Siddons ocupaba el escenario. 
Sarah Siddons ensayando. Boceto de Thomas Rowlandson.
Movía los brazos (en la escena en la que Lady Macbeth camina sonámbula, fue la primera en dejar la vela en el suelo para poder gesticular, algo que a su jefe le daba mucho miedo hasta que vio el furor de la respuesta del público). Declamaba. Y no de cualquier forma, sino con volumen, profundidad y convicción. (Esto puede parecer una tontería, pero muchos políticos iban a verla para aprender a hablar como ella, algo que se recomendaba incluso en manuales de retórica; ahora pensad en lo excepcional de que en ese momento —incluso ahora—, en manuales dirigidos a hombres, se recomendase a una mujer como modelo). 

También interpretó a Hamlet en varias ocasiones a lo largo de su carrera. No era rarísimo en la época que una mujer interpretase a un hombre —aunque sí algo arriesgado por eso de la reputación—, pero escoger justo a Hamlet, el personaje rey del teatro inglés, deja claro que Sarah Siddons opinaba sobre sí misma lo mismo que aquellos señores que la recomendaban en manuales. (No fue la única, de todas formas).

En el público, había otra ruptura de roles de género muy extraña en aquella sociedad: se producían situaciones de histeria masculina. El poder de la actuación de Sarah Siddons era tal que algunos hombres se desmayaban, otros se ponían a llorar descontroladamente, había suspiros y chillidos. Hasta sus compañeros en el escenario se quedaban en blanco de la impresión. Esta fiebre, por otra parte, contribuía a acrecentar su atractivo: dejarse llevar por las emociones se convertía en parte de la experiencia de ir a ver a Sarah.
Viñeta de 1797.

La estrella de la comedia


Volvamos a ese estreno de 1796 al que Sarah Siddons dijo que, cof, cof, uy, enfermísima, imposible. Otro de los personajes de la obra —también muy como a la medida de la actriz— lo interpretaba la otra estrella del teatro Drury Lane: Dorothy Jordan. Ella no solo actuó, sino que se pasó las semanas previas haciendo publicidad de la obra. Vamos, ahora Siddons sería Florence Pugh la que no comparte nada de la película en su Instagram y Jordan la que comparte todos los tráilers, publica fotos del rodaje y crea mucha expectativa. No debería sorprender esta diferencia: Dorothy Jordan hace que me resulte tentador decir que era la otra cara de la moneda o el yang del ying de Siddons o la cara de su cruz o el negativo de su positivo. No lo voy a hacer, de verdad. Dejaré que los hechos hablen por sí solos.
Dorothea en un retrato de John Hoppner.
Dorothy (o Dorothea o Dora) era irlandesa. Había nacido en 1761 en Waterford, hija, como Sarah, de una actriz, pero de las otras. Frente a la prestigiosa dinastía actoral de los Kemple, en Dorothy lo de «hija de actriz» no suponía ninguna ventaja en la vida. ¿Su padre? Francis Bland, alguien de quien solo sabemos que había sido desheredado. Bland acabó abandonando a su familia (su pareja —no estaban casados— y sus seis hijos), así que Dorothy tuvo que ponerse pronto a trabajar. En el teatro, claro.

Enseguida empezaron los escándalos. En 1782 tuvo que irse de Irlanda al quedarse embarazada de su jefe, que, cómo no, estaba casado. En Inglaterra, consiguió rápido trabajo también en teatros (como señora Jordan y no señorita Francis porque estaba visiblemente embarazada y lo otro sería demasiado irreverente. ¿Por qué Jordan? Bueno, ¿por qué no?). Y poco a poco, a base de talento y labia, se fue abriendo un hueco. Llegó al teatro de Drury Lane en 1785 y la idea era que fuese la segunda de Siddons en tragedia. Pero Dorothy Jordan, en realidad, tenía alma cómica.

Pese a sus numerosos escándalos —el más sonado: estuvo, obviamente sin casarse, con el duque de Clarence, futuro Guillermo IV de Inglaterra, durante más de veinte años y tuvieron diez hijos juntos—, consiguió, como Sara Siddons, el favor del público En su caso, se hablaba constantemente de su naturalidad. Con su pelo siempre alborotado, su personalidad juguetona y algo maliciosa y su espontaneidad, era como una «niña de la naturaleza», algo que en aquel momento estaba también bastante de moda. En realidad Dorothy no actuaba, decían los críticos, era todo simple naturalidad, insistían fascinados. No sabemos qué le parecería a ella todo esto (o quizá sí, pero no he profundizado lo suficiente).
Otro retrato de John Hoppner. Aquí, Dorothy como Hypolita en la comedia She Would and She Would Not. Hacía muchos papeles en los que la heroína se disfraza de hombre (Rosalinda en Como gustéis, de Shakespeare, por ejemplo) y también interpretaba personajes masculinos.
Dorothy Jordan llegó a ser tan celebrity como su compañera de teatro Sarah Siddons. También mucho Shakespeare, pero ella en comedia, casi siempre con personajes de clase baja (en clase alta nadie se la creía) y con muchísima frecuencia interpretando papeles masculinos, pero igual de famosa y adorada. Igual que hubo una Siddons fever, hubo una Jordan-manía. Su fama, dicen algunas teóricas, llegó hasta a influir a Jane Austen: existe la teoría de que la autora basó a Elizabeth Bennett, protagonista de Orgullo y prejuicio, en ella. No la parte escandalosa, que nade se confunda, sino esa personalidad franca, juguetona y algo salvaje. No es del todo correcta, pero, maldita sea, ¿cómo no enamorarse de ella? 

El final de Dorothy Jordan estuvo teñido por la tragedia. Cuando se separó de Guillermo por eso de que él iba a ser rey se tenía que casar con una mujer decente, en 1811, él se quedó con la custodia de los seis hijos y ella con la de las cuatro hijas, por la que recibía un estipendio anual. Pero había truco: para seguir recibiendo el dinero y mantener la custodia, no podía volver al escenario. Sin embargo, en 1814 lo hizo para ayudar a uno de sus yernos —el marido de una de sus hijas de una relación anterior— a pagar una deuda. Su ex cumplió su palabra, le retiró el dinero y se llevó a las niñas. (Esa hija y ese yerno a los que ayudó, por cierto, acabaron timándola).

Se mudó a Francia y murió en 1816. No tuvo gran funeral y no se conserva su tumba. Sí hay una placa azul en el edificio donde vivió todos esos años con el futuro re (muy cerca, por cierto, de donde vivía el hermano de Jane Austen, que seguro que siguió todo el escándalo con interés).
 

🎭 🎭 🎭 🎭 


Llegué a Sarah Siddons y a Dorothy Jordan de forma muy curiosa: en realidad, yo buscaba a falsificadoras famosas. Y entonces apareció ante mí  un artículo sobre Vortigern y Rowena, una obra de teatro que se decía que era de Shakespeare, «descubierta» en 1794 con otros documentos también, en teoría, suyos. Esa es la obra de la que Sarah Siddons se desentendió («toda la gente sensata está convencida de que Vortigern es un impostor de lo más audaz. Si no es así, solo puedo decir que los escritos de Shakespeare son más desiguales que los de cualquier otro humano», le escribió la actriz a una amiga antes de su «enfermedad»).

Se estrenó el 2 de abril de 1796 y fue un fiasco absoluto. Además de la ausencia de Siddons (la sustituyó una tal señora Powell, otra intérprete habitual del personaje de Hamlet), el protagonista (John Philip Kemple, hermano de Siddons y manager del teatro, por lo que no se podía escaquear) repitió más veces de las necesarias una frase que decía su personaje, «y cuando esta solemne broma haya terminado», algo que encantó al público, que posiblemente ya solo hubiera ido a ver la obra por el salseo. Porque nadie creía que eso fuera de Shakespeare: los propios dueños del teatro se sintieron timados al recibir la obra tras haber comprado sus derechos, pero como ya habían invertido mucho decidieron ir a tope con la representación. No hubo más funciones hasta 2008.

Una de las víctimas del bulo de los papeles de Shakespeare, por cierto, fue el futuro Guillermo IV (que en realidad no nos da ninguna pena): Dorothy Jordan estaba tan empeñada en que la obra tenía que triunfar que consiguió que su querido apoyase la obra públicamente e invirtiera en ella. Ups.

¿Y lo de las falsificadoras? ¿Entonces no hay? Como leí en algún lugar, que no conozcamos a ninguna gran falsificadora solo significa que las que hubo eran de verdad buenas.
 

(Una reflexión sobre) el botiquín 💊


Las píldoras culturales que me ha mantenido cuerda y feliz esta semana son algo distintas. O en realidad no lo son, es solo que creo que esto de las recomendaciones se nos ha ido un poco de las manos.

Entiendo que son útiles y a mí me gusta recibirlas porque ahora mismo tenemos tanta oferta de todo —no estoy criticando esto— que ayuda un poco a navegar ese océano de libros y películas y series y música. Pero, por ejemplo, en el caso de la música, al final tiendo a escuchar siempre lo mismo. Podría deciros que el disco nuevo de Caroline Polachek está guay, porque lo está, pero al final este mes he estado entre Belle and Sebastian y Bright Eyes un poco como cuando tenía veinte años.

Las series ya nos las recomiendan nuestros amigos y nos las recomienda Twitter y cualquier medio de comunicación que sigáis. Estoy disfrutando mucho de The Last of Us, sí, pero ¿hasta qué punto aporta algo que os lo diga? Pedimos recomendaciones sin parar en búsqueda, creo, de algo excepcional —y muchos de esos productos lo son—, pero al final es un poco como estar en mitad de un bombardeo de «tienes que ver esto» que nos asaltan sin parar. Hay una peli alemana en Prime, El hombre perfecto, de Maria Schrader, sobre un robot de IA —al que interpreta Dan Stevens en un perfecto alemán— que vi con una sonrisa constante. Ya tenéis otra peli más para vuestra interminable lista.
Y lo mismo con los libros. Estoy leyendo Wanderlust. A history of walking, de Rebecca Solnit y lo estoy disfrutando mucho. Pero en realidad me ha hecho más feliz escucharla a ella en entrevistas que busco en Spotify. Habla de una forma muy calmada y transmite muchísima paz. Aparte de que es, claro, una señora increíble.

Pero en realidad, ¿qué es lo que me ha mantenido cuerda y feliz estas semanas? ¿Han sido todos esos productos culturales? ¿Han sido los artículos sobre la inteligencia artificial desquiciada de Microsoft? ¿Ha sido este reportaje (en iglés) sobre cómo los bibliotecarios de libros raros están hartísimos de que la gente crea que hay que manipular esos libros con guantes? ¿Ha sido mi propio reportaje —perdón por hacer esto— sobre todo el amor y humanidad que esconden los comentarios de YouTube? 

En lo primero en lo que pienso como gran contribuidor a mi felicidad y cordura en febrero, en realidad, es en que el sol ya da en el sofá durante media hora más o menos justo después de comer. Me tomo ahí el café, un café al que a veces echo una pastillita de chocolate negro. Es en esos rayitos y en esa cafeína chocolatada donde he encontrado esa respiración profunda.
 

☕☀️

Y el final de siempre. ¿Has llegado hasta el final y te ha gustado? ¡Reenvía, comparte! ¿Quieres hablarme de celebrities del pasado o de si también estás un poco saturada de recomendaciones? ¡Háblame en Twitter o en Instagram o contestando a este mail! ¿Te la han reenviado y te quieres suscribir? ¡Aquí! ¿Estás harta de que envíe mails tan largos y en realidad no los lees o no te gustan o simplemente te quieres borrar y el porqué no es asunto mío? Date de baja aquí. Y gracias, gracias, gracias por seguir aquí y no ser fantasas.
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