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Os escribo desde Braga, adonde me he venido a ver un concierto que cuando leáis esto ya habrá pasado. Había medio decidido venir en tren y me imaginaba escribiendo a mano desde el traqueteante vagón, desde la cafetería de la pequeña estación en la que tenía que hacer transbordo, desde los distintos sitios de esta ciudad por los que me iba a tener que ir arrastrando mientras esperaba a que me dejaran entrar en la habitación de este hotelito viejo —pero, al menos, con personalidad— en el que estoy. Todo era muy romántico, aunque poco práctico y cómodo. Al final me vine en coche y el romanticismo se ha perdido del todo.
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Así empecé esta niusléter el viernes 30 de septiembre, cuando aún creía inocentemente que el sábado iba a poder dedicarme a escribir. Creo que la culpa de esa tonta decisión la tuvo que, cuando había visto una semana antes el tiempo que iba a hacer esos días en Braga, el pronóstico anunciaba lluvia. Si llovía, estar en el hotel o en alguna cafetería escribiendo no parecía mala idea. El pronóstico cambió y yo ya sabía que iba a hacer muy buen tiempo, pero ¿por qué iba eso a cambiar mis planes?
Creo que no contaba, porque lo había olvidado, con el placer de estar en un lugar casi desconocido para mí. Había olvidado esa sensación irresistible de salir a la calle y que todo sea nuevo o distinto. Ver edificios llenos de azulejos, sentarme en banquitos —Braga tiene muchos— a observar a la gente. Pasear despacio, disfrutar del tiempo, hacer fotos a rincones inesperados. A las 15:30 de la tarde, en el jardín lleno de flores y estatuas de la casa de un señor de principios del siglo XX que había invertido mucho de su dinero en crear ese remanso de paz en plena Braga, decidí que no podía haber niusléter al día siguiente. Casi como premio, escuché de pronto el sonido de una cucharilla en una taza y recordé que había leído que en el jardín había también una Casa do Chá algo escondida. Seguí el sonido hasta detrás de un mural de azulejos. Tomé un té mientras leía y sentía una paz casi infinita. No había nadie más.
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Os cuento todo esto para justificarme, sí, pero también porque creo que la protagonista de hoy aprobaría mi decisión. O, por lo menos, reconocería esa felicidad de estar en un lugar cuasidesconocido (soy consciente de lo absurdo de estar hablando así de un lugar que está a 1 hora y 13 minutos de mi casa, según Google Maps). Ese querer abandonar las responsabilidades para perseguir el puro y simple placer del viaje. Pero vayamos al tema.
Era ya de noche cuando, el 30 de julio de 1848, un sirviente subió corriendo las escaleras de la casa para decirle a Austin Wright, un reverendo estadounidense que estaba de misionero en Urmía, en lo que ahora es Irán, que había una mujer en la puerta, que no hablaba la lengua local y que venía acompañada solo por un arriero kurdo. A Wright no le dio tiempo a sorprenderse porque enseguida llegó otro de sus criados para decir que la extraña señora hablaba inglés (le había pedido un vaso de agua). Esto ya era totalmente insólito: una mujer europea allí, donde era rarísimo ver a cualquier otro occidental, sola (más o menos) y en mitad de la noche. Por supuesto, le ofreció su hospitalidad.
Entró una señora diminuta y de una edad también sorprendente (51 años en ese momento) que se presentó como Ida Pfeiffer, de Viena, y que procedió a contarles al boquiabierto misionero y a su familia una serie de historias increíbles.
¿Que cómo había llegado allí? Bueno, ahora venía a caballo desde un pueblecito a tres días de distancia. Sí, por las montañas. ¿Sola? No, la había acompañado aquel señor kurdo a modo de guía. Aunque hubiese venido sola, la verdad. Ah, que qué hago aquí en general. Pues nada, ¡viajar! Porque estoy dando la vuelta al mundo. Cómo que por qué. No, no, ¡ya estoy en la recta final! Empecé hacia el oeste, cruzando el Atlántico. En Brasil casi me matan, mirad esta cicatriz que me va del hombro al codo. Oh, no, no os preocupéis. Me defendí con mi parasol (se rompió, pero me lo he traído de recuerdo) y con mi pequeña navaja. ¡Le corté tres dedos! ¡Tres dedos, sí! ¡Con mi navaja! No, no estaba sola, me acompañaba un botánico bohemio, estábamos en la selva recogiendo muestras, pero ya no seguí con él, ¡total tenía que ser yo quien lo defendiese! Era un poco lastre, la verdad. Tahití me gustó mucho. Luego, nada, Macao, Hong Kong, Cantón, la India, y ya por esta zona. ¿Os enseño las piedras que he recogido de las ruinas de Babilonia? Pero lo mejor es esto, mirad. ¡Sí, es un cráneo! Este lo cogí en las ruinas de Nínive. Es mi pequeño tesoro.
Ante su estupefacto público, aquella señora vienesa que, pese a su energía y su evidente placer al contar sus aventuras, parecía también muy seria y reservada, relató que aquel no era su primer viaje. El primero había sido en 1842. Una maravilla, la verdad, ¡me fui hasta Tierra Santa! A mi familia y amigos les dije que iba «solo» hasta Constantinopla (Estambul), porque cuando decía que mis destinos soñados eran Tierra Santa e Islandia, sí, sí, ¡Islandia! Fui al año siguiente, pero la verdad es que los islandeses no me gustaron demasiado. ¿Te puedes creer que la gente de la buena sociedad no me quiso recibir? Bah, ya me vengué en mi libro. Además Reykjavík es como un pueblo. Eso sí, dormí varios días a la intemperie esperando ver un géyser y al final lo conseguí. Eso sí valió la pena.
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Ilustración de la segunda edición (1853) del segundo libro de Ida Pfeiffer, Visita a Islandia y el norte escandinavo.
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Ay, que me voy por las ramas. Decía que mi primer viaje… ¿Mi familia? Mis dos hijos ya están criados y tiene cada uno su trabajo. De mi marido ni me hables. Dieciocho años infernales. Mira que yo acepté casarme con él porque era 24 años mayor que yo y pensé, bueno, pues no durará mucho. ¡Pues sigue vivo! Pero hace ya mucho que estamos separados. La verdad es que fue todo horrible porque destapó algún escándalo de corrupción, mira que yo le decía, Mark Anton, no te metas ahí, pues nada, tuvo que hablar y claro, de pronto se quedó sin clientes. Y nosotros pobres de solemnidad, ¡de pasar hambre! Claro que gracias a eso sé vivir con muy poco.
Ah, eso, el viaje a Tierra Santa. Yo quería ir por lo bonito de… Sí, sí, claro, de peregrinación. [Tose]. Pues salí de Viena y todo el mundo que si por qué vas sola, que qué locura. ¡Pero llegué, eh! No, no fui sola todo el rato. A veces conocía a otros viajeros y me unía a ellos. O bueno, como voy siempre cargada de cartas de presentación para gente europea que vive en los sitios que visito, muchas veces me endilgan a algún guía o acompañante [mira con desconfianza a su guía kurdo]. Sí, lo de contar con la ayuda de cónsules y exploradores está bien. Pero a veces… Mira, a mí no me gusta gastar dinero. Yo si puedo dormir gratis en el suelo de una habitación con más gente, siempre que esté limpia, lo prefiero a un hotel. ¿Pues no te digo que en una ocasión me hicieron viajar en un barco en segunda clase porque la tercera clase no era lugar para señoras decentes? Tuve que pagar más y ya te digo que no gané mucho en comodidad. Pero esto fue en este viaje.
En el viaje a Tierra Santa aprendí a montar a caballo, mira qué útil me ha sido. Había un grupo de viajeros que iban a ir a ver Bursa y yo también quería ir. El requisito era montar a caballo y me dije, bueno, pues me quedo de última y así no se dan cuenta de que no tengo ni idea. Y, oye, lo conseguí. En ese viaje también conocí a un artista inglés que… bueno, no quiero hablar de él. Bartlett. William Henry. Tendría tu edad. ¿Treinta y ocho? Creo que tenía treinta y siete. Yo en ese momento cuarenta y cinco. Pero no quiero hablar de él. El caso es que íbamos los dos hacia Jerusalén y ya fuimos juntos. Bueno, no del todo, él iba en primera clase, claro. Pero es que un día, en una excursión que hicimos al Mar Muerto con un par de alemanes que habíamos conocido, paramos en un monasterio… ¡y no me dejaron entrar! Me quedé de puertas para fuera por ser mujer, ya ves. Bartlett, según parece, no se enteró hasta la cena, ten amigos para esto. Yo ya estaba encerrada en una torre a unos 500 metros de allí yo sola. Encerrada, sí. La puerta de la torre estaba muy alta y solo se podía llegar con una escalera de mano y el monje que me acompañó hasta allí se la llevó consigo (¡y cerró con llave!). Pero bueno, a verdad es que fue una noche muy tranquila y agradable. A mí me gusta mucho estar sola.
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Ida Pfeiffer en Madrás. Solía preferir las embarcaciones locales porque eran las más baratas, aunque muchas veces se viera obligada a tomar barcos de colonizadores que se escandalizaban ante su forma de viajar.
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¿Mi plan? Pues seguir. Ahora ya por Rusia y así hasta llegar de nuevo a Viena. ¿Cómo que ha habido una revolución? Bueno, pues eso, tendré que volver. Y escribir otro libro… Es que es como gano dinero, ¿sabes? Convierto mis diarios en libros y tienen mucho éxito. Se han hecho traducciones y todo. También recojo muestras de insectos y flores y los vendo a museos… No, el cráneo es para mí.
¿Que por qué viajo? ¡Para ver el mundo! ¿Os conté que trepé por las pirámides también?
La fama de la primera turista
Ida Pfeiffer completó su primera vuelta al mundo el 1 de noviembre de 1848, casi tres años después de haber salido. Desde su visita al misionero americano, aún correría más aventuras, entre las que destaca que fue secuestrada por unos cosacos y pasó una noche indignadísima en una celda, hasta que al día siguiente pudo enseñarles que sus papeles estaban en orden y la dejaron marchar. Hizo un pequeño desvío para aprovechar y ver la Acrópolis y el Partenón y luego, con muy pocas ganas, volvió a Viena.
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Recorrido de su primera vuelta al mundo.
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La publicación de su primer libro, sobre el viaje a Tierra Santa, ya la había hecho famosa, pero una vuelta al mundo era mucho más fascinante. Además, gracias al reverendo Wright, que le había contado a un colega las locuras que le había dicho aquella señora que apareció un día en su casa, ya habían hablado de ella también en medios de Estados Unidos. Su tercer libro, Viaje de una mujer alrededor del mundo, fue leído y traducido y alabado y criticado.
Entre las alabanzas, lo increíble de la aventura y de la viajera y la fascinación de poder leer sobre costumbres y países remotos desde la perspectiva de una mujer (que tenía acceso a lugares a los que no podían ir los hombres). Entre las críticas, lo mala viajera que era al no informarse nada de los sitios antes de ir (describe con mucha sorpresa que en algunos lugares se coma con palillos, algo que se conocía de sobra en Europa desde hacía siglos) y que empezaba a esperar que le ofrecieran transporte y alojamiento gratis por ser quien era, la famosa Ida Pfeiffer.
El libro se publicó en 1850. Ida Pfeiffer tenía ya 53 años. Pero claro que quería volver a viajar. Hizo cuentas y no le salían, pero consiguió que el Gobierno financiase un nuevo viaje, que ahora llamaría expedición como excusa. Financiaban porque Ida se vendía muy bien y sabían perfectamente que nadie les iba a traer colecciones de objetos arqueológicos, etnográficos, zoológicos y botánicos tan variados y desconocidos como ella. Ahora, de pronto, estaba entre la crème de la crème científica, tanto que llegó a conocer al que era su ídolo desde adolescente, Alexander von Humboldt, con cuyos libros había empezado a soñar con, algún día, recorrer la Tierra.
Su siguiente viaje fue otra vuelta al mundo, pero esta vez empezó en Londres, que aún no conocía. Allí aprovechó para reunirse con muchos científicos y aprender de verdad las técnicas de recogida y envío de distintos tipos de muestras. Estuvo un día también con Bartlett, el artista con el que había ido a Jerusalén y que relató su nuevo encuentro con Pfeiffer con mucho detalle en un periódico. Porque ahora Ida Pfeiffer, aquella señora extraña a la que había conocido hacía diez años en un viaje a Jerusalén, era toda una celebrity. Pero ya se tenía que ir.
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Escena de Palestina pintada por William Henry Bartlett. Fue el viaje en el que coincidió con Ida.
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De Londres navegó hasta Ciudad del Cabo. Su plan era adentrarse en África y recorrer el continente en dirección norte, pero las cuentas no le salían, así que acabó embarcando hacia Singapur, que le había encantado en su viaje anterior. Tras recoger muchas cositas en la jungla y enviárselas a sus contactos en museos, se fue a Borneo, que exploró a conciencia, igual que Sumatra, donde se adentró en territorio de los balak, un pueblo caníbal, y donde casi todos los días, mientras avanzaba, la amenazaban con matarla y comérsela (testaruda como era, tardó mucho en dar la vuelta).
Después al Pacífico y de nuevo a América, donde esta vez entró por California, en plena fiebre del oro y de cuyos salones de juego dijo que le parecían los lugares más inmorales que había visitado nunca y donde la persiguió un oso porque el Salvaje Oeste era así. Visitó Perú y Ecuador y exploró bastante de Estados Unidos. En noviembre de 1854 estaba de vuelta en Londres. También publicó su libro de este viaje, del que volvió aún más famosa y con cierto respeto entre la comunidad científica.
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El siguiente viaje de Ida fue el último y da un poco de rabia, casi tanta como parecía que le daba a ella temer que volver a Viena antes de tiempo. En este caso, el objetivo era Madagascar. Parecía que al final no iba a ser posible, pero entonces apareció Joseph-François Lambert, un señor francés que al parecer tenía muy buena relación con la reina de Madagascar. Justo iba a ir, ¿querría Ida acompañarlo? Cómo no.
Fue una mala idea: Lambert, en realidad, además de ser esclavista, estaba conspirando para dar un golpe de estado en Madagascar, así que Pfeiffer se vio de pronto envuelta en una conspiración. La reina los descubrió y no los ejecutó, pero los condenó al destierro, no sin antes llegar caminando al puerto desde el que tomarían el barco. Fue una marcha de 57 días en la que es un milagro que no muriese. Finalmente, los conspiradores embarcaron y llegaron a Mauricio a salvo. Pero con una compañera de viaje que sería el final de todo: la malaria. Aun así, Ida a veces se recuperaba y se preguntaba cuál sería su próximo destino (le tenía ganas a Australia). Al final, tuvo que aceptar que debía volver. Ya en Europa, entre la salud y la enfermedad, pasó por Londres, Hamburgo y Berlín, casi como evitando volver a Viena. Pero volvió. Murió la noche del 27 de octubre de 1858, con 61 años y tantos kilómetros a sus espaldas.
Una señora de su época
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Ida Pfeiffer en una litografía para la que posó con su atuendo de viaje.
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Ida Pfeiffer, además de una persona de lo más peculiar y extraordinaria, era una señora de su época, que es el eufemismo que utilizamos cuando no queremos admitir que alguien antiguo que nos cae bien era también bastante racista. Ida lo era, sus descripciones de la gente a la que visitaba eran muchas veces algo bestias, lo pasó muy mal al ver que en Brasil estaba todo lleno de personas negras, no dudaba en sacar un látigo para defenderse cuando multitudes de niños la rodeaban para ver su pelo y su ropa y, en general, solía comentar lo feas que eran muchas de las personas no blancas que se encontraba.
Sin embargo, a veces parece también que, cuando se ponía a reflexionar, era capaz de ver más allá. Horrorizada en Borneo por las cabezas cortadas de enemigos que había a veces a las puertas de los poblados, escribía que en realidad Europa era igual con sus guerras. Parecía disfrutar mucho contando lo generosos y hospitalarios que habían sido siempre los musulmanes con ella, en contraste con muchas experiencias con cristianos que la habían tratado mal. Veía mucho más civilizada a mucha gente a la que se suponía que tenía que considerar salvaje que a los europeos que vivían en colonias por el mundo adelante. En una ocasión, visitando un templo en China, un monje les dio a ella y a otro viajero unos palitos para encender unas velas. Un misionero americano con el que viajaban se abalanzó sobre ellos corriendo y les rompió los palitos, diciéndoles que iban a cometer un acto de idolatría. Ida se preguntó más tarde en su diario cómo había logrado salir de allí con vida (lo que hizo el misionero no sentó bien en el templo) y quién era en realidad el verdadero idólatra y fanático.
Tampoco le gustaría mucho a Ida ser alzada ahora como icono feminista, porque tenía unas opiniones muy formadas y nada positivas sobre las «mujeres emancipadas». Ella, que viajaba sola y no consentía que nada ni nadie la parase, veía con desconfianza los movimientos protofeministas que se empezaban a formar. Aunque con sus actos y su fama estuviese permitiendo a niñas soñar con recorrer el mundo leyéndola a ella, una mujer, y no a través de los relatos de hombres, como había hecho la propia Ida de pequeña.
- No fue la primera mujer en dar la vuelta al mundo (fue Jeanne Baret en los años sesenta del siglo anterior), pero sí la primera en hacerlo sola. Y lo hizo dos veces.
- Saqué casi toda la información de Wanderlust: The Amazing Ida Pfeiffer, the First Female Tourist, de John van Wyhe. Van Wyhe es un historiador de la ciencia, especialista en Darwin y Wallace, que se encontró con Ida al buscar relatos de viajeros por el sudeste asiático a mediados del XIX.
- Hay varios libros de Ida Pfeiffer traducidos al castellano.
El botiquín 💊
Las píldoras culturales que me han mantenido sana y cuerda estas semanas:
📚 Estoy leyendo Mujer al borde del tiempo, de Marge Piercy. Es muy interesante porque es una utopía feminista escrita en los años setenta. Hay cierta fascinación en ver cómo esa gente del futuro que se imagina (siglo XXII) ha resuelto el racismo, el sexismo y la crisis climática.
🎵 A Braga fui a ver a Villagers y el concierto fue acústico y precioso. También he estado escuchando bastante el disco Revealer, de Madison Cunningham, que me parece una maravilla.
🎥 ¿Mi opinión sobre No te preocupes querida (qué dolor esa coma ausente)? A mí me gustó. No es un peliculón, pero ni de lejos tan mala como se ha dicho. Como la vi el primer fin de semana, había fans de HArry Styles en el público que de vez en cuando exclamaban «¡qué guapo!» e inspiraban cierta ternurita. ¿Seríamos así nosotras cuando vimos Titanic?
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