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mayo 1, 2022

OZ #24 💌 Si el París de los años veinte te aburre...

...vete al desierto, visita islas lejanas, logra que te den un nombre local en Bora Bora.

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Hace justo un siglo, Sofia Yablonska estaba a punto de cumplir quince años, acababa de volver con su familia a su Galicia natal y soñaba con ser actriz. Quería, en realidad, hacerlo todo, probarlo todo, prepararse para todo. En los siguientes años, estudió para ser profesora, hizo cursos de corte y confección, aprendió contabilidad, se paseó por escuelas de teatro y hasta gestionó un cine con su hermano en Ternópil. Nada era suficiente. En 1927, con veinte años, se mudó a París. La capital francesa también se le quedaría corta.

La joven extranjera que se aburría en una escuela de cine parisina en plenos locos años veinte y que subsistía limpiando cristales antes de encontrar sus primeros papeles había nacido en 1907 en Hermaniv (ahora Tarasivka), un pequeño pueblo cercano a Lviv, en el reino de Galicia y Lodomeria, que entonces pertenecía al Imperio austrohúngaro. Su padre, Ivan, nacido en Moscú, se había convertido en sacerdote greco-católico ucraniano cuando se enamoró de su futura esposa, que era de familia sacerdotal y de quien se esperaba que se casase con alguien que continuase esa tradición. Ivan iba para médico, pero se hizo sacerdote por amor. Ejerció ambas profesiones.

La infancia de Sofia fue bastante idílica hasta que estalló la Primera Guerra Mundial. Ivan decidió que lo mejor era irse con su mujer y sus cuatro hijos hacia tierras rusas. Estuvieron en Taganrog entre 1915 y 1921, cuando, desencantados con toda la pobreza que habían visto y todo lo que habían vivido, volvieron a Galicia: pobres, con un hijo menos (el pequeño Mirko había muerto de tifus) y llenos de tristeza. Sofia volvió como esa adolescente centrada en hacerlo todo y vivir de la forma más intensa posible. No quería ser pobre nunca más y, sobre todo, no quería volver a ser exiliada. Para esto último, descubrió enseguida, lo mejor era hacer que todos los rincones del mundo fuesen su casa.

En París ella se aburría, pero no porque llevase una vida tediosa: se movía entre artistas, iba a fiestas y consiguió por fin actuar en alguna película. Cuando en 1929 un amigo la convenció para gastarse el dinero de uno de sus primeros sueldos como actriz en viajar a Marruecos, no se lo pensó. Allí, en un lugar desconocido y distinto, lejos de todo lo familiar, las piezas empezaron a encajar. 

Sofia volvió de esos tres meses en Marruecos con un montón de fotografías y varios cuadernos llenos de anotaciones. También con anécdotas —como cuando estuvo a punto de morir de sed en el Sáhara o a punto de ser capturada al haberse salido de las zonas controladas por Francia, en contra de lo que le habían recomendado— y con varias de esas revelaciones clásicas de primer viaje por placer. ¿Se encontró a sí misma? ¿Un «no tienen nada pero qué felices»? ¿Reflexiones sobre el «buen salvaje»? Claro que no, Sofia Yablonska era mejor que todos esos exploradores y escritores de viaje occidentales. Ella, que ya había vivido tanto y que pertenecía a una nación históricamente oprimida, tenía la perspectiva suficiente como para entender que lo del colonialismo no había sido buena idea. También se dio cuenta de que ser mujer, que no solía ser una ventaja, le daba acceso a espacios que nunca salían en crónicas ni fotorreportajes. En ese primer viaje, por ejemplo, pudo visitar un harén.

De vuelta en Francia, convirtió sus anotaciones en un libro que se publicaría en 1932 y se siguió formando para mejorar sus dotes detrás y no delante de la cámara. Consiguió su objetivo muy rápido: ese mismo año, la compañía ​​Société Indochine Films et Cinéma la contrató para grabar películas documentales. Ella aprovechó que tenía que ir hasta tan lejos para dar la vuelta al mundo: salió de Marsella y pasó por Egipto, paró en Sri Lanka, Malasia, Tailandia, China, Vietnam, Camboya, Laos, Singapur, Indonesia, Australia, Nueva Zelanda, Polinesia, Estados Unidos y de nuevo Francia. Mientras, hacía fotos, grababa escenas que tenían a sus empleadores muy contentos porque normalmente otros cámaras europeos no conseguían imágenes de gente, y enviaba crónicas y reportajes a medios ucranianos.
Sofia por el Sudeste Asiático. Conseguía esas imágenes que nadie más conseguía a base de encanto personal y, cuando esto no convencía a los locales, intentos de soborno. Cuando nada de esto funcionaba, hacía cosas como lo alquilar un bajo, hacerlo pasar por una oficina, y grabar la calle desde las ventanas (hizo esto en China). De todas formas, como normalmente se quedaba largas temporadas en cada lugar, lograba ganarse a la gente. En Bora Bora, donde estuvo varios meses, llegaron a ponerle un nombre local, Teura ('pájaro rojo'), para indicarle que la veían como una más.

La fama y el olvido


Mientras Sofia recorría el mundo durante los años treinta, su fama iba poco a poco aumentando en Ucrania. No era fama buena: una mujer que viajaba sola —porque casi todos estos periplos los hacía sola— y encima por esos países tan lejanos no era normal, no era decente, era una vergüenza. Un escándalo, vaya. Casi querían renegar de ella como compatriota, pero entonces en Polonia empezaron a decir que Sofia Yablonska era en realidad polaca. Nada como una rivalidad entre vecinos para cambiar de opinión y empezar a ensalzar a quien antes repudiabas. Aquella mujer independiente, exploradora, valiente y extraordinaria claro que era ucraniana y claro que estaban orgullosos, faltaría más. (Al no poder hacerla suya, los polacos empezaron a hablar mal de ella).

Durante todos esos años y hasta después de la Segunda Guerra Mundial, Sofia fijó China como la base de sus viajes. Fue allí donde conoció a Jean Oudin, un diplomático francés que acabó siendo embajador en el país, con quien se casó en 1933 y con quien tuvo tres hijos. Desde esa base tan lejana a la influencia europea, Sofia fue afianzando esa intuición con la que volvió de su primer viaje a Marruecos: el colonialismo solo ha hecho el mal, el occidentecentrismo es absurdo. En sus escritos, intenta evitar exotizar y posar una mirada idealizada y romántica sobre las personas que la rodean ahora. Compara culturas, observa lo similar y lo diferente, intenta no juzgar.

A la vez, como muchas personas que pasan mucho tiempo lejos del lugar en el que crecieron, intenta aferrarse a él y no olvidar que nació en aquel pueblecito de la Galicia ucraniana. Y, como Sofia nunca hace nada a medias, se lleva Ucrania a China: cocina platos típicos, enseña ucraniano a su familia, tiene un jardín con flores ucranianas, enseña los bordados tradicionales, llama «Jean Ivan» a su marido… Vuelve con cierta frecuencia a Galicia de visita; siempre se lleva algo nuevo en la maleta para alimentar la morriña.
Jean Ivan y Sofia
En 1946, vuelven a Europa y se instalan en Francia. En esa Europa de posguerra, Sofia empieza a trabajar como decoradora, mientras sigue escribiendo y con la cámara a cuestas. En 1955 su mundo se rompe: Jean Ivan muere. El único homenaje posible, parece pensar Sofia, es mudarse a la isla de Noirmoutier, en la costa de Nantes. Habían estado de visita poco antes y él le había dicho que le encantaría vivir allí. No solo se muda: también diseña su propia casa y disfruta tanto la experiencia que empieza a hacer sus pinitos en el mundo de la arquitectura. Ya os dije que Sofia nunca hacía nada a medias. 

Su muerte es de esas que casi enfadan. Después de haber sobrevivido a la sed del Sáhara, a la picadura de una víbora, a la malaria, a una orquídea venenosa, a estar a punto de caerse por un precipicio en Bora Bora y otros muchos avatares viajeros, murió en un accidente de tráfico en la aburrida Francia. Fue en 1971. Tenía 63 años y se dirigía a su editorial para llevarles un nuevo manuscrito. Vivió tan intensamente como había querido de adolescente e hizo del mundo su hogar. Cumplió su objetivo: no solo no volvió a ser una persona exiliada, sino que dejó el aburrimiento atrás, en algún aula de cine de París.
La fama que logró en los años treinta y que hizo que Ucrania y Polonia medio rivalizaran por ella no trascendió. Como todos sus escritos son literatura y periodismo de viajes (y muy autobiográficos) y no tocó géneros más clásicos como la novela, nunca se le hizo hueco en la historia de las letras ucranianas. Sus viajes en solitario por el mundo con la cámara al hombro fueron olvidados, y eso que fue de las primeras mujeres camarógrafas y directoras de fotografía.

En Francia se la recuerda un poco más, en parte gracias a que uno de sus hijos, Jacques, se convirtió en senador y sobre todo gracias a la labor de su nieta, la arquitecta Natalie Oudin, que a los veinticinco años encontró todo el archivo de cartas y fotografías de su abuela y estuvo encantada cuando dos investigadoras ucranianas se pusieron en contacto con ella para hacer un libro y una exposición. En cuanto a los libros que escribió la propia Sofia, hay varios en ucraniano (hubo reediciones en 2015) y algunos están traducidos al francés y al alemán. Ojalá llegue a nosotros algún día.
  • Saqué la información, gracias a Google Translate, de varias webs ucranianas, principalmente esta y esta.
  • También del artículo Instead of a Novel:Sophia Yablonska's Travelogues in the History of Modern Ukrainian Literature.
  • Sé que lo habitual en castellano es escribir Galitzia para diferenciarla de esta otra Galicia desde la que os escribo yo, pero a mí me gusta igualar los topónimos. Esta pequeña licencia que me tomo me hace una ilusión muy tonta. Es casi como si tendiera un puente entre mundos paralelos (que ya sé que no).

El botiquín 💊


Las píldoras culturales que me mantuvieron cuerda y feliz estas últimas semanas:

📚 Disfruté mucho Perrita Country, escrito por Sara Mesa e ilustrado por Pablo Amargo. Si tenéis mascotas y, sobre todo, si alguna vez habéis visto cómo un perro y un gato se hacen amigos —o, vaya, pasan a tolerarse—, creo que os puede gustar.

🎬 Vi la Muerte en el Nilo de Kenneth Branagh y me pareció tan despropósito que tuve que ver la de 1978 al día siguiente para sacarme el mal sabor de boca. Esta última está en Filmin.
 
🎧 He estado un poco desinspirada musicalmente hablando, así que he tenido una idea: ¿hacemos una playlist colaborativa? Yo la he empezado con una canción viajera, pero podéis meter lo que queráis: un favorito de siempre, vuestro último descubrimiento, la canción que queréis que escuche todo el mundo. Si elegir solo una es complicado, acepto hasta tres por persona. Aquí está la lista. No tengáis miedo y participad, que puede ser muy bonito (y un poco triste si se queda solo con mi canción).

El enlace dura solo 24 horas, así que no lo dejéis pasar. Dadle al corazoncito de la playlist para que os aparezca como opción entre las listas a las que podéis añadir canciones. Y, bueno, si no sois capaces o simplemente sois algo vagos, decidme directamente qué queréis añadir y lo hago yo.
Y el típico final de newsletter: si te ha gustado, reenvíala. O usa este enlace para compartirla o los iconos de debajo. Si te la han reenviado y te ha gustado, suscríbete. Si quieres hablarme de revelaciones viajeras, topónimos paralelos o lo que tenía que pesar la cámara con la que Sofia filmaba el mundo, contesta a este email o dime algo en Twitter o Instagram. Si no quieres más, desuscríbete. Oh, y gracias por estar por aquí y no ser fantasmas.
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Ana Bulnes
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