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abril 3, 2022

OZ #23 💌 Descubriendo los jardines de Pompeya

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En noviembre de 2015 fui a Sicilia a visitar a mi amiga Kris y, con otro amigo, hicimos un road trip desde Palermo hasta Salerno-Nápoles, donde nuestros caminos se separaron. Yo continué ese viaje, en el que recorrimos una costa Amalfitana desierta dos veces y las temperaturas rondaban los 22 grados, haciendo una parada en Pompeya antes de ir hasta Roma, desde donde volé a casa.

La visita a Pompeya fue de esas que no es que cambien, sino que borran todo recuerdo de lo que pensaba del lugar antes de visitarlo. Supongo que mi idea e imaginario de la ciudad estaban formados por Los últimos días de Pompeya, de Edward Bulwer Lytton, una de las primeras —y pocas— lecturas no adolescentes con las que aderecé mi adolescencia, y quizá por las clases de Historia del Arte del bachillerato, porque recuerdo fotos de las ruinas en el libro, pero la verdad es que no sé ni qué sabía ni qué esperaba. Había leído en TripAdvisor relatos de terror de gente que había estado en verano (¡multitudes! ¡calor! ¡no hay sombra! ¡deshidratación!), así que me alegré mucho de estar allí en una otoñal y agradable temporada bajísima (solo había un pequeño apelotonamiento a la entrada del lupanar).

Sí sé cómo salí: fascinada. Que es como se sale siempre de Italia, sí, pero desde entonces pienso mucho en Pompeya: en lo grandísima que es y lo mucho que queda todavía por excavar, en la impresión de escuchar en la audioguía el relato de Plinio el Joven mientras veía el Vesubio a lo lejos, en cómo me perdí por calles y me asomé a casa, en lo fácil que me resultó reconstruirlo todo en mi cabeza.

De vez en cuando, detrás de una valla metálica o subidas en un andamio, aparecían personas embutidas en un mono que se dedicaban a trabajar en un minúsculo trozo de pared o suelo. Quizá lo estuvieran limpiando, cuidando, restaurando, excavando. Recuerdo pensar en lo maravilloso que tenía que ser haber estudiado Arqueología y poder trabajar en un sitio con características tan especiales como Pompeya.
Una persona trabajando en una fachada de Pompeya. Noviembre de 2015.
Siempre me imaginé a los arqueólogos entre ruinas, estudiando construcciones, fósiles o trocitos de cerámica. Nunca se me pasó por la cabeza que en esas excavaciones alguien pudiera estar pensando en si en ese solar había un huerto o si el patio de la casa tenía un jardín. Esa nueva puertecita se abrió en mi cerebro al descubrir a Wilhelmina Feemster Jashemski, la protagonista de hoy.

Nacida en el estado de Nebraska en 1910, Wilhelmina también tuvo su primer encuentro con la ciudad engullida por el Vesubio leyendo Los últimos días de Pompeya cuando era adolescente. Si nuestra vida respondiese a un arco narrativo, la historia redonda nos diría que tras esa lectura todo cambió para ella y que decidió dedicarse en cuerpo y alma a Pompeya. No fue así: se doctoró en Historia Antigua, sí, pero centrándose en el derecho romano. Sin hacer referencia a ciudades borradas por volcanes ni a las plantas que habían quedado tapadas por la ceniza. Pompeya reapareció en su vida más tarde y casi por casualidad.
Wilhelmina subiendo al monte Patmos (Grecia) durante su segundo viaje a Europa, en 1957.
Un día, ya con su tesis acabada y publicada, Wilhelmina estaba con su marido, Stanley, en su jardín. Acababan de comer y ella estaba buscando una idea para su segundo libro. Mirando las flores, Stanley le dijo: «deberías escribir algo sobre los jardines romanos». A ella le gustó la idea, pero supuso que ese tema ya estaría muy investigado, sobre todo sabiendo cómo las plantas lo tocaban todo en la vida romana, desde el arte hasta la religión, pasando por la alimentación y la medicina. Espóiler: no lo estaba, no en profundidad.

Empezó recopilando referencias a jardines en textos romanos y su aparición en cuadros y otras formas de arte. Pensó también que los arqueólogos ya lo tendrían todo estudiadísimo, pero tampoco. «Descubrí que los excavadores veían los jardines simplemente como un espacio desperdiciado y que habían ignorado por completo áreas en las que para mí era obvio que había habido un jardín», escribe en sus memorias.

En 1955, viajó a Europa por primera vez. Ella y su marido hicieron básicamente un Grand Tour en el que fueron de París a Alejandría, pasando por todos los imprescindibles en el mundo de las ruinas clásicas y pensando muchísimo en los jardines romanos. Estuvieron un día en Pompeya y, aunque se fue de allí sabiendo que tendría que volver, no fue hasta su siguiente viaje a Europa, en 1957, cuando todo empezó a tomar forma.
 

La doctora Warscher


En aquellos años, la autoridad en todas las cosas pompeyanas, la persona que más sabía de Pompeya, era otra mujer, Tatiana Warscher. La doctora Warscher era una historiadora y arqueóloga rusa que se había ido a vivir a Roma en los años veinte para poder asistir a uno de sus antiguos profesores —que estaba en Berlín— en su investigación sobre Pompeya. Pero la discípula acabó superando al profesor gracias a la fascinación sin fin que le provocaba poder visitar la ciudad siempre que quisiera.

Empezó interesándose por las calles y estudiando los tipos de negocios que había a ambos lados. Enseguida quiso saber cómo eran esos establecimientos cuando atravesabas sus puertas. En otro momento, se interesó por las puertas en sí y también por las ventanas. Cada vez que revisaba un trabajo antiguo, se encontraba ampliándolo con todo lo que había descubierto y aprendido desde la primera redacción. También había pensado en los jardines y había escrito un breve texto que los describía. Justo antes de embarcar para su segundo viaje a Europa, Wilhelmina había descubierto la existencia de este texto, aunque no lo había podido leer. Pero hizo preguntas y le dijeron que sí: que para cualquier cosa sobre Pompeya, Tatiana Warscher, de la que hasta ese momento Wilhelmina no sabía nada, era imprescindible.
Wilhelmina y Tatiana entre vegetación pompeyana en 1957, cuando se conocieron. 
Cuando se conocieron, directamente en la antigua ciudad, Tatiana tenía 77 años y Wilhelmina todavía creía que su libro iba a ser sobre jardines romanos. Fue la experta rusa la que le dijo que no iba a ser así: el capítulo que la americana tenía pensado dedicar a los jardines de Pompeya iba a ser en realidad un libro completo. Mark my words, podría haberle dicho, pero como no hablaba muy bien inglés no creo que fuesen esas sus palabras. A Wilhelmina se le quedó grabado igual.

Para que os deis cuenta de lo experta que era Tatiana Warscher en Pompeya, cuando murió —solo tres años después de ese encuentro— dejó un legado de 37 volúmenes con sus estudios dedicados a la ciudad. Poder recorrer las calles a su lado era un lujo: a Wilhelmina Jashenski le habían dado una tarjeta para entrar gratis y cuando quisiera en el recinto, pero la doctora Warscher tenía directamente llaves para todas las casas (supongo que estaban cerradas de forma que no cualquier turista se pudiera colar, no lo entiendo del todo bien). En la llamada Casa del Frutteto (Casa del Huerto), consiguieron a un experto que limpiara para ellas los frescos llenos de dibujos de árboles y flores (una de las imágenes es de un limonero: hasta entonces, se creía que los romanos no tenían). Tatiana insistió: «estas dos habitaciones te dan para un libro». Wilhelmina seguía convencida de que eso solo era una parte pequeña de la investigación.
Murales de la Casa del Huerto.
Otra ventaja de estar con Tatiana Warscher: sus más de treinta años de experiencia en Pompeya significaban que sabía cómo eran las partes excavadas que habían sido bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial. Tenía fotos que había sacado con su pequeña cámara (había aprendido fotografía precisamente para poder dejar constancia gráfica de las ruinas) y que son las únicas que existen de cómo era Pompeya antes de la guerra. Además, era una fuente inagotable de contactos. Posiblemente Wilhelmina hubiese acabado conociendo igual a mucha de esta gente (directores de las excavaciones, personas que también estaban estudiando la ciudad, etc.), pero Tatiana se lo dio ya todo en bandeja.

En sus memorias, Wilhelmina cuenta que tanto en esa visita como en la siguiente, en 1959, ella y su marido estaban bastante preocupados por si Tatiana no aguantaba el ritmo. Era ya mayor y el terreno y las piedras de Pompeya no eran muy fáciles de navegar. Además, podía llegar a hacer bastante calor. Solían proponer muchos descansos y trabajar dentro de las casas en las horas centrales del día, pero lo cierto es que Tatiana no desfallecía. Consciente de que había muchísimo que aún no les había enseñado y que creía que debían ver, los llevaba de casa en casa, les mostraba las nuevas excavaciones, los nuevos jardines descubiertos, los nuevos murales.
 

Un libro que tardó dos décadas

Wilhelmina con el molde de yeso de una raíz. 
En 1957, tres semanas después de llegar a Pompeya para preparar un capítulo, Wilhelmina salió ya convencida de que a lo mejor sí, a lo mejor los jardines que habían cubierto las cenizas merecían un libro. En 1959 ya no tenía ninguna duda. En 1961 volvieron, un reencuentro con Pompeya algo agridulce porque Tatiana había muerto el año anterior, pero dulcificado por ser la primera vez que ellos mismos (ella y Stanley, su marido, que ayudó mucho en toda la investigación y es quien hacía las fotos) participaron en las excavaciones, lo que les permitía ser más cuidadosos y no cargarse evidencias de flora, porque sabían que en esas zonas de nada, en realidad sí había algo.

El famoso libro, que, como Tatiana anticipó el día que conoció a Wilhelmina, sí estaba dedicado a los jardines de Pompeya (y toda la zona que cubrió la erupción), llegó en 1979. En 1993 publicó un segundo volumen. Su trabajo es exhaustivo: catalogó y estudió todos los jardines, viñedos y huertos no solo de Pompeya, sino también de la vecina Herculano y toda la zona destruida por el volcán. Desarrolló casi desde cero lo que ahora se conoce como arqueología de jardines: métodos para identificar plantas (moldes de yeso en las cavidades dejadas por las raíces, por ejemplo), análisis del suelo para encontrar canales de riego o restos de parterres, recogida de evidencia también de la fauna que andaba por allí.

Y luego, por supuesto la interpretación: ¿qué papel tenían esos jardines, huertos y viñedos en la vida de los pompeyanos? Antes de su llegada a Pompeya, lo poco que se había hecho sobre sus jardines se había centrado en las grandes villas, pero Wilhelmina se enamoró de las casas humildes a las que nadie había hecho caso. Muchas de ellas agrandaban su jardín en el muro: lo pintaban con los árboles que no les cabían, con la fuente que no se podían permitir, con las plantas para las que no tenían espacio. A los pompeyanos, ricos y pobres, les gustaban sus jardines tanto como a nosotros los nuestros. Qué ganas de volver a darle vida a mi balcón.

Wilhelmina Feemster Jashemski murió en 2007, con 97 años y una vida cuyo rumbo cambió cuando conoció a Tatiana Warscher. En sus memorias, escritas en los últimos años, lamentaba que Tatiana no hubiese podido llegar a ver los dos volúmenes en los que desembocó aquel trabajo que duró dos décadas y que, efectivamente, al final dio para mucho más que un capítulo.
 
🌿 🌸 🌳 🍋
 
En mi búsqueda de información previa a aquel viaje de 2015, me encontré que en los círculos de #nosomosturistassomosviajeros se comentaba que en realidad había que ir a Herculano y no a Pompeya, demasiado turística. Creo que durante el road trip lo comenté, aunque yo ya había tomado mi decisión. El amigo con el que hacíamos el viaje ya había estado en Pompeya, así que él se fue a Herculano.

Un par de días después, quedamos para cenar en Roma (me encanta escribir esto porque me hace sentir que en el pasado tuve una vida de señora glamurosa) y me dijo que Herculano estaba muy bien, que era muy recomendable, pero que no era lo mismo. «Pompeya es Pompeya», concluyó. Recién llegada de recorrer esas calles que estuvieron tantos siglos ocultas por la ceniza, yo ya ni necesitaba esa información. Pompeya es Pompeya. Ahora quiero volver otro noviembre soleado a perderme entre sus muros.
Saqué esta foto porque me imaginé al serñor Domenico Fontana, él solo con su pala (ya, ya, poco probable que él hiciese el trabajp duro), empezando a cavar y llevándose una gran sorpresa. 
  • Saqué casi toda la información de las memorias de Wilhelmina Feemster Jashenski, Discovering the Gardens of Pompeii: The Memoirs of a Garden Archaeologist.
  • Sobre Tatiana Warscher, encontré esta biografía corta en la web de la Brown University, en la que también mencionan que durante la Segunda Guerra Mundial participó activamente en ayudar a judíos a protegerse y esconderse. Pero me dio mucho más Wilhelmina al hablar de todo lo que les ayudó, de lo mucho que sabía y de cómo conocía Pompeya como si fuese su propia casa.
  • En febrero de 2020 reabrieron a turistas varias casas pompeyanas que habían estado cuarenta años cerradas. Una de ellas es la Casa del Frutteto, la primera que quiso ver Wilhelmina y esa de la que Tatiana dijo que con dos habitaciones le saldría un libro.
  • En 1963, Wilhelmina publicó un libro llamado Letters from Pompeii. Las ilustraciones son del checo Miroslav Šašek. Al principio se negó a hacerlas porque dijo que él solo pintaba ciudades vivas. Pero entonces Wilhelmina le enseñó Pompeya y le contó todo lo que sabía sobre cómo había sido la vida allí y la ciudad cobró vida en su imaginación.
Una de las ilustraciones de Šašek para el libro.

El botiquín 💊


📚 Disfruté mucho El libro del verano, de Tove Jansson (editorial minúscula, traducción de Carmen Montes Cano. Ahora quiero vivir en una isla en Finlandia o, por lo menos, que llegue el verano. 

🎧 Siguiendo por el norte, este viernes salió Avatars of Love, de Sondre Lerche. Ya había escuchado algunas canciones que me habían gustado mucho, pero el disco completo es una maravilla.

🎬 No sé por qué no había visto nunca Una habitación con vistas (James Ivory, 1985), pero ya le he puesto remedio. Está en Filmin y es tan maravillosa como el libro.
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