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Hace un número indefinido de años, leí un libro que giraba alrededor del cuándo. Divulgación científica de esa que te da un montón de datos y futuros temas de conversación en los que, como veis, todavía pienso a menudo. Uno de los capítulos hablaba de que tendemos a hacer cosas como escribir un libro, tener un hijo o correr una maratón cuando tenemos una edad que acaba en nueve. Anticipamos la crisis de la nueva década y nos entran las prisas.
Elizabeth Isham tenía veintinueve años cuando cogió un folio y lo dobló de forma que a volver a abrirlo los pliegues hubiesen creado una especie de cuadrícula. En cada casilla, con caligrafía diminuta y un código propio de abreviaturas, escribió cosas importantes que le habían pasado. Las tres primeras casillas recorrían hasta sus ocho años y estaban más vacías. Luego continuó a casilla por año. Primero recordando. Después, porque el curioso documento fue actualizado hasta diez años más tarde, casi a modo de entradas microscópicas en un diario. Más o menos a la vez —o quizá algo antes— empezó a escribir unas memorias más típicas, una narración que alcanzó las 50.000 palabras llena de anotaciones al margen hechas posiblemente en una relectura.
Como todo esto ocurrió en el siglo XVII, no sabemos por qué esa doble actividad memorística. ¿Servía el folio como guía para las memorias? ¿Eran proyectos diferentes? Los investigadores aún están estudiándolo y preguntándoselo. Nosotros, mientras, podemos volcarnos en imaginar a Elizabeth Isham gracias a todo eso que nos contó ella misma.
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La casita en la que se crio Elizabeth.
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Nació en 1609 en Lampton Hall, la gran casa señorial que tenía su familia en Northamptonshire. De pequeña hacía lo típico que hacían las niñas bien de la época y el lugar: leer, memorizar y copiar textos religiosos, hacer bordados y otras labores, pelearse con sus hermanos y pintar y dibujar flores. Era la mayor de tres, así que fue la primera cuyo matrimonio empezó a ser discutido por sus padres. Su padre quería casarla ya. Su madre no: en aquellas primeras conversaciones, cuando Elizabeth decía que no le interesaba casarse, su madre estaba de acuerdo en que era muy pronto. Convencida de que su pobre salud se debía a haber contraído matrimonio cuando aún era muy joven, apoyaba a Elizabeth en su pequeña primera rebelión. Sin embargo, esa aliada desapareció pronto. Cuando Elizabeth tenía 16 años, su madre murió.
Un año después estuvo a punto de pasar por el altar. El pretendiente era un joven que había propuesto su padre y que, durante un invierno de cortejo, a ella le había llegado a gustar. Fue un invierno extraño: él hacía visitas a la casa, ella se ocupaba de su hermana Judith, que estaba muy enferma. Las dos hermanas hablaban y rezaban juntas y se confesaban sus duelos internos. Judith creía que su mala salud se debía a la tristeza por la muerte de su madre. Elizabeth arrastraba también una depresión que se intuye a lo largo de todas sus memorias.
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Cortejo, de Caspar Netscher (ca. 1660)
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Lo de su matrimonio quedó en nada: las familias no lograron llegar a un acuerdo económico y la relación se rompió en primavera, el Viernes Santo. Poco después, ella se enteró de que él había hablado mal de su futuro suegro. Y, aunque seguía insistiendo en que no se quería casar y el compromiso ya estaba roto, se lamentaba también por que su pretendiente hubiera hablado mal de su padre y no de ella, porque, decía, lo hubiese podido perdonar. Meses más tarde, «él con el que estuve tan cerca de casarme» cogió unas fiebres y murió.
Elizabeth rechazó a todos los nuevos pretendientes propuestos por su padre. En parte porque de verdad no quería una vida de casada, en parte porque creía que lo que había pasado con su amor de invierno había sido un castigo divino por haber amado a aquel hombre más que a dios. Al final, su padre entendió que era útil tener una hija soltera: había sitio en la gran casa y era una gran ayuda. Entre otras cosas, fue una salvación para criar a una nueva generación de Ishams que se habían quedado huérfanos de madre: los hijos de Justinian, hermano de Elizabeth, cuya mujer murió al dar a luz a su cuarto hijo.
El poder curativo de las hierbas
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The Accomplished Ladies Delight in Preserving, Physick, Beautifying, and Cookery, de Hannah Woolley, un manual muy popular de 1684.
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Pero Elizabeth Isham no está en esta carta solo porque escribiera unas memorias o por haber conseguido mantenerse soltera toda su vida, como defiende que siempre quiso (pese a ese titubeo el invierno de 1630). En una vida marcada por la enfermedad y la muerte de muchos de sus seres queridos (además de su madre y su cuñada, su hermana Judith también acabó muriendo joven), poco a poco empezó a interesarse por la medicina y, en concreto, por las propiedades medicinales de las plantas y flores que tanto había bordado y dibujado de pequeña.
Este interés no salía de la nada: de su bisabuela dice en un momento que era «una cirujana muy habilidosa» y habla a menudo de una tía que atendió y cuidó durante mucho tiempo a su madre cuando estaba enferma. En aquella casa en la que tan a menudo recibían a médicos, las mujeres de la familia sentían a veces que sabían más que aquellos supuestos expertos. Ellas elegían si se llamaba al médico oficial o a la vecina, si el remedio propuesto era el correcto o si tenían una idea mejor.
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Desde nuestra perspectiva del siglo XXI, esto puede sonar a remedios mágicos o a gente que pasa de la medicina para entregarse a la homeopatía (hola, Steve Jobs), pero la situación aquí era distinta. Los remedios médicos del siglo XVII muchas veces hacían más mal que bien y las mujeres Isham conocían bien el campo de juego: entre los documentos de Elizabeth Isham hay una lista de libros, una especie de inventario de biblioteca, entre los que se encuentran desde recetarios de remedios con hierbas hasta manuales médicos y de cirugía, algunos en latín.
La medicina del siglo XVII era aún muy pobre, pero ellas estaban al tanto de las distintas teorías y remedios. Como mujeres pudientes, mezclaban el conocimiento tradicional que en esa época se esperaba de las mujeres con el más técnico que acumulaban algunos hombres. Practicaban medicina para su familia, pero posiblemente también recibieran visitas de pacientes.
Remedios para la mente
Cuando estaba en la carrera, un día un profesor nos llevó a un compañero de clase y a mí de Santiago a Vigo. De ese extraño viaje con aquel extraño personaje recuerdo solo una cosa: nos contó que tenía una huerta pequeña y que a veces, cuando estaba triste o nervioso o lleno de ansiedad, plantar tomates lo salvaba un poco. Elizabeth Isham también lo entendía: en el texto confiesa que la jardinería, hacer sus detalladísimos bordados o pintar —tener las manos ocupadas, en definitiva— la ayudaba a avanzar en el día a día sin ahogarse en la bilis negra de la melancolía. También escribir ese texto.
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Mujer escribiendo una carta, del pintor holandés Gerard Terborch (1655).
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Lo dice abiertamente al final, pero no hace falta. A ratos, sus memorias son un vómito terapéutico. Cuando cuenta que la muerte de su abuela le afectó más y durante más tiempo que otras; cuando recuerda todas las conversaciones con su hermana y cómo no le llegó el llanto hasta dos o tres horas después de su muerte; cuando habla de aquel con el que casi se casa, donde se intuyen mil sentimientos encontrados; cuando repite una y otra vez que su vida de soltera le gusta porque le da el tiempo y la libertad para dedicarse a dios (en aquella Inglaterra ser monja no era una opción, así que ni siquiera era lo que podías hacer si no te querías casar); cuando relata los problemas que esto le trajo con su padre, a quien también quería agradar.
También hay destellos de otras vidas que podría haber tenido. En un par de ocasiones fue a Londres, donde vivían sus tíos. La vida de la ciudad, con su rapidez de siglo XVII y tanta socialización con posibles futuros maridos, tanta distancia con sus padres y sus hermanos, se le hacía grande. Volvía siempre enseguida, feliz y aliviada de dejar aquel estrés desconocido atrás, aunque quizá también algo decepcionada consigo misma por no ser capaz de alejarse y probar más cosas. Londres sigue apareciendo de vez en cuando en el diario cada vez que le llegan noticias de que hay una nueva ola de peste en la ciudad.
A veces, entre sus lagras digresiones religiosas, deja entrever opiniones y rasgos de personalidad que nos la muestran mas nítida. De pequeña, intentó enseñar a varias de las criadas de su madre a leer. Lo consiguió con una, que fue la que mostró más interés. Y, reflexiona la Elizabeth adulta, si ellas que tenían tanto que hacer y tan poco tiempo pudieron aprender, ¿cómo no iba a aprender cualquier niño, pobre o rico, noble o plebeyo?
El texto largo de las memorias no sabemos cuándo acabó de escribirlo, posiblemente unos meses después de empezarlo. El folio con sus pliegues sí: el último año registrado es 1648, cuando Elizabeth estaba a punto de cumplir los 40. «Truenos en Navidad», dice la última anotación. Vivió hasta 1654, pero no nos lo contó.
El botiquín 💊
Las píldoras culturales que me han mantenido cuerda y feliz las últimas semanas.
📖 Yo en realidad quería escribir de brujería, pero me encontré con Elizabeth y las mujeres de su familia, a las que nadie nunca acusó de brujas, y me quedé con ellas. Y juro que la idea ya estaba antes de leer Hamnet, de Maggie O’Farrell (en Libros del Asteroide, traducido por Concha Cardeñoso), que transcurre un poco antes y en el que también hay mujeres que curan con plantas.
🎥 El año pasado vi Little Joe, la última película de Jessica Hausner, y me fascinó sobre todo el uso de los colores. Hace unos días vi otra de sus pelis, Amour fou, y es muy distinta pero con un mismo componente hipnótico. Las dos están en Filmin y las dos están muy bien.
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🎧 Sigo revolviéndome un poco cada vez que escucho un disco que me gusta y quien canta es demasiado joven. Pero ahí estoy, con la melodía de Blouse, de Clairo, clavada en el cerebro. El disco es Sling y lo he escuchado mucho desde que alguien contestó a mi petición de recomendaciones musicales con él.
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