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agosto 1, 2021

OZ #15 💌  Un cepillo de dientes a modo de batuta

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Mi plan era otro. Esta iba a ser una carta dedicada a varias mujeres que tenían en común haber sido amigas de Virginia Woolf, pero en cuanto empecé a investigar y escribir sobre una de ellas, Ethel Smyth, me pareció un despropósito hacerle compartir espacio con más gente cuando ella da para tantísimo.

En 1929, Ethel Smyth le escribió una carta de fan a Virginia Woolf. Había leído Una habitación propia y estaba totalmente encandilada. Pero no era una carta de una señora anónima: Virginia sabía bien quién era Ethel Smyth, compositora que había estado muy metida en el movimiento sufragista y amiga de su amiga y amante Vita Sackville-West. Ethel tenía en ese momento 72 años y Virginia 48. 

Su primer encuentro fue en 1930. Virginia apuntó sobre ese día en su diario:

«Ayer a eso de las cuatro estaba yo aquí tumbada cuando oí el timbre y luego unos enérgicos pasos en las escaleras; y luego hete aquí que una mujer vieja (más de lo que yo esperaba) de aspecto militar y fanfarrón irrumpió en el cuarto, un poco veleidosa y brusca; con un sombrero de tres picos y un traje sastre».
Hablaron sin parar hasta las siete y media. Ethel se enamoró (en realidad ya lo estaba desde que había leído el libro). «Una estupenda anciana, ciertamente, esta Ethel», escribió Virginia tras esa primera impresión.

***
Ethel Smyth de pequeñita.

Antes de convertirse en la anciana estupenda que empezó a escribirle apasionadas cartas diarias a Virginia Woolf, Ethel Smyth había sido una niña de una típica familia bien inglesa. La cuarta de ocho hermanos, decidió a los 12 años que de mayor iba a ser compositora. Tenía hasta pensado dónde iba a estudiar: en Leipzig, Alemania, donde había estudiado música la institutriz que le metió esas locas ideas en la cabeza.

No fue un capricho infantil: consiguió recibir lecciones de música durante toda su adolescencia pese a la férrea oposición de su padre a esa estupidez de querer ser compositora. En 1877, con 19 años y tras una campaña que incluyó negarse a hablar y a ir a misa e incluso una huelga de hambre, consiguió que la dejasen marcharse a Alemania. Allí empezó su vida de verdad.

En su soñado conservatorio de Leipzig duró solo un año porque le pareció un sitio muy anclado en el pasado. Así que lo cambió por clases particulares y por dedicarse a conocer a gente como Johannes Brahms, Pyotr Tchaikovsky (muy sorprendido de que fuese buena compositora siendo mujer), Clara Schumann o Anonín Dvořák. Empezó también a viajar por Europa. Y a componer, claro.

Ethel y su perro Marco en 1891. Lo adoptó en Leipzig y durante doce años fue, según sus palabras, la alegría de su vida.

Podría haber hecho solo esto y ya hubiera sido excepcional. Habríamos descubierto sus partituras olvidadas un siglo después y reflexionado sobre por qué nunca nadie supo nada de ella. Pero Ethel Smyth no era alguien que se fuese a conformar solo con eso. Una no le hace una huelga de hambre a su familia si no es para luego convertirse en una compositora de éxito.

En 1890 volvió a Inglaterra y debutó con su Serenata en re en los conciertos del Palacio de Cristal. Eso fue solo el principio: compuso unas cuantas óperas y consiguió que se representaran por Europa y Estados Unidos; una de ellas, Der Wald (El bosque), fue en 1903 la primera ópera compuesta por una mujer en ser representada en la Metropolitan Opera de Nueva York. Y sería la única hasta, atención, 2016. Además de componer, dirigía, algo que sigue siendo una rareza.
 


Polemista, deportista, sufragista

Una de las anécdotas que se suelen contar para dar una idea de cuál era el carácter de Ethel Smyth es la de cómo en 1906, tras la exitosa première en Leipzig de su tercera ópera, The Wreckers (Los naufragadores), ella no estaba nada contenta. Estaba, de hecho, enfadadísima: el director, sin su permiso, había decidido eliminar algunas partes de la obra y esa era la versión que se había representado. Antes de la segunda representación, se coló en la ópera, robó las partituras (y en aquel momento no es que fuese fácil hacerse con nuevas copias) y se fue no solo del edificio, sino de la ciudad y del país. Llegó a Praga, donde ya habían accedido a presentar la obra, con todo bajo el brazo. The Wreckers se representó allí, pero fue un fracaso por estar poco ensayada.

Ethel Smyth era una persona tremendamente independiente y autosuficiente y a la que le gustaba hacer las cosas a su manera. En 1884, con 26 años, había recorrido la costa de Italia ella sola, llevando como equipaje una capa de pelo de camello, un cepillo de pelo y otro de dientes, una pastilla de jabón, un bastón, un mapa y un revólver. Nunca se casó, posiblemente porque prefería a las mujeres («me es más fácil amar apasionadamente a mi propio sexo que al tuyo», le dijo al escritor Henry Brewster, uno de sus pocos amores masculinos, en una carta), pero también por esas ansias de independencia. Según cuenta en uno de los ocho (sí, ocho) libros de memorias que escribió, en una carta a su madre le dijo: «Incluso si me enamorara perdidamente de Brahms [su ídolo] y él me pidiese que me casase con él, ¡diría que no!»

¿Qué escondes bajo los brazos, Ethel? ¿Las partituras de tu ópera?

La música no era su única pasión. Era también una gran amante del deporte («la vida se habría acabado para ella si no hubiese podido hacer deporte», escribió Virginia que le contó ya en su primer encuentro), con preferencia además por cosas como el golf, la caza, la bicicleta, la escalada o el montañismo, actividades que no estaban muy bien vistas si eras mujer. Fue la primera mujer a la que se vio en bici por Frimley, uno de los pueblos en los que vivió. Además, fumaba e iba siempre acompañada de un perro (también escribió un libro sobre los perros que había tenido a lo largo de su vida).

Se interesó enseguida por el movimiento sufragista, especialmente cuando conoció a una de sus líderes, Emmeline Pankhurst, que se convirtió en amiga y (se cree) amante. Su implicación fue total entre 1910 y 1912. Total de verdad: apartó la música para dedicarse al activismo. Participó en marchas y protestas y hasta les compuso un himno, la Marcha de las mujeres.

En 1912 fue condenada a dos meses de cárcel por romper de una pedrada la ventana de la casa de un miembro del Parlamento en una de las protestas (explicó que lo había escogido por decir que las mujeres podrían tener derecho al voto si fuesen todas tan inteligentes como su esposa). Cuando el director de orquesta Thomas Beecham la visitó en la prisión de Holloway, en Londres, se la encontró, en la ventana de su celda y con un cepillo de dientes a modo de batuta, dirigiendo a las otras sufragistas encarceladas, que cantaban la Marcha de las mujeres. 

Esa personalidad y energía arrolladoras fueron sin duda —además de su talento— los que hicieron que llegase adonde llegó en el mundo de la música. Sin embargo, también la convirtieron en blanco de críticas y bromas que la ridicuizaban. La propia Virginia Woolf no podía evitar a veces burlarse un poco de ella. Sobre lo de tener de pronto una pretendiente de más de setenta años, decía que era como si la hubiese atrapado «un gran cangrejo».
Ethel Smyth dirigiendo a una interpretación de la Marcha de las mujeres durante la inauguración de una estatua de Emmeline Pankhurst en 1930.

Los críticos, como era de esperar, estaban muy confusos con tener que valorar la calidad de obras musicales escritas por una mujer. En general, sobre todo al principio, no les gustaban. O bien sonaban demasiado masculinas, pecado si las había escrito una mujer (pero «me gustaría si lo hubiese escrito un hombre», que supongo que es un extraño cumplido), o bien demasiado femeninas, y ya sabemos que lo femenino es siempre inferior. Aun así, consiguió que la nombraran doctora honoris causa en las universidades de Durham y Oxford, en 1910 y 1926 respectivamente, y en 1922 fue nombrada Dama del Imperio Británico por su contribución a la música. Parece que al final sí se salió con la suya.
 

Ethel y Virginia

Virginia Woolf y Ethel Smyth

La estupenda anciana que le escribió aquella primera carta a Virginia Woolf, por lo tanto, ya era doctora y Dama, ya había llenado titulares por sus obras musicales y por sus arrestos y ya había sido radiógrafa en un hospital en la Primera Guerra Mundial (me olvidé de mencionarlo antes) y tenía varios libros publicados. A Virginia Woolf la abrumaban un poco toda esa pasión y todas esas cartas, pero en realidad la simpatía fue mutua ya en el primer encuentro:

«(Subiendo las escaleras para ir a merendar yo le había pedido que me llamara Virginia y me tutease; unos diez minutos después de la merienda, ella me pidió que la llamase Ethel y la tuteara: todo arreglado; las bases de una inmortal amistad sentadas en 15 minutos: qué sensato, qué rápido)».  

La amistad duró los once años que le quedaban de vida a Virginia. Tuvieron sus más y sus menos, pero Ethel nunca dejó de ser una de las destinatarias habituales de las cartas de la escritora. Le contó cosas que no compartía en sus otros círculos y, aunque se reía de su trompetilla (se quedó sorda en esos años) y de esa pasión a la que no sabía bien cómo responder («dejo que esa vieja hoguera arda furiosamente y quizás le ponga una mampara»), siempre la tenía en cuenta y la echaba de menos cuando no era una presencia constante en su vida. 

El 25 de agosto de 1930, tras una visita de Ethel, decidió describirla en su diario: 

«Tumbada en mi sillón a la luz del fuego parecía tener 18 años; parecía una mujer joven, vigorosa y distinguida. Esto se desvanece de pronto; entonces aparece el viejo risco que ha sido batido por las olas: el rostro golpeado que hace que uno respete la naturaleza humana: o, más bien, que sienta que esta es indomable y persistente. Luego se vuelve mundana; y al decir esto me refiero a algo que me gusta: desenvuelta, aireada, soleada, familiarizada con este y aquel aspecto de la vida; una persona que ha vivido en muchos ambientes; que ha seguido su camino vestida con camisa y corbata, venciendo los obstáculos; entonces tomo conciencia del cumplido que me hace (...). Pero lo que me gusta de ella no es, creo, su amor —porque qué difícil hacerlo inteligible; está compuesto de tantas cosas; ella exagera; yo soy sensible a la exageración—, lo que me gusta es ese viejo risco indomable; y cierta sonrisa, muy amplia y benévola».

Cuando Virginia murió en 1941, hacía tiempo que Ethel no le escribía porque había estado enferma. La noticia la dejó destrozada. Como le contó a Vanessa Bell, la hermana de Virginia, le pidieron que escribiera un tributo y no fue capaz. «Tuve que decir que no podía, (...). Quizá más adelante, pero, por Dios, no ahora. No era solo que la quisiera, era que mi vida estaba literalmente basada en ella».

Ethel Smyth murió en 1944, a los 86 años. Murió de vieja, en la cama, una circunstancia que a su amiga Vita Sackville-West le pareció llamativa por cómo había sido su vida de ajetreada. Se lo dijo en un poema:

He buscado y no lo he encontrado en castellano. No me veo preparada para traducir poesía.

Para sorpresa de nadie, el nombre y la figura de Ethel Smyth fueron olvidados hasta no hace mucho. Sus obras están volviendo a ser representadas. En marzo de este año, 77 años después de su muerte, una grabación de su ópera The Prison (1930) ganó el Grammy a Mejor álbum solista clásico. El disco está en Spotify. Y yo me pregunto cómo nadie ha hecho aún una película o una serie sobre su vida.
 

* Toda la información sobre Ethel Smyth está sacada de las muchísimas fuentes que hay por internet y extractos de sus memorias. También usé la hemeroteca del New York Times y escuché dos episodios de pódcast sobre ella: Staying Alive with Ethel Smyth, del David Walliams' Marvellous Musical Podcast y "Music Shanks and Power Suits":Ethel Smyth & Florence Prince, de That Musical Podcast.

Los extractos del diario de Virginia Woolf son de la edición de Siruela de los diarios de entre 1925 y 1930, traducidos por Maribel de Juan. Las otras citas textuales están traducidas por mí y por eso suenan peor. Y todo el resto sobre la relación entre ambas de la biografía de Hermione Lee sobre Virginia Woolf.

 

El botiquín 💊

Las vitaminas culturales que me han mantenido cuerda y feliz estas semanas. He sido un poco monotemática:

📖 Acabé por fin la biografía de Virginia Woolf de Hermione Lee. Está solo en inglés, pero, si leéis inglés, la recomiendo muchísimo. Aunque Virginia os dé un poco igual. Las biografías buenas son las que hacen que leamos fascinados aunque no supiéramos nada de la persona protagonista.

📺 Cuando aún quería escribir sobre amigas de Virginia Woolf que no fueran Ethel Smyth, vi Carrington. Es un biopic de 1995 sobre la pintora Dora Carrington, que en realidad no fue muy amiga de la autora, pero sí lo fue del escritor Lytton Strachey, que a su vez era amiguísimo de Virginia. La peli está protagonizada por Emma Thompson, que siempre es una buena noticia, y está muy bien para ser de los inconscientes años noventa. En 2021 yo le habría pedido a una película sobre una pintora que me contara más sobre la pintora en sí y no solo sus relaciones con los hombres que pasaron por su vida.En su defensa: es muy tentador acabar hablando solo de relaciones personales cuando te encuentras con la gente de Bloomsbury. Eran mucho más modernos que nosotros. Está en Filmin.

Dora (sentada), Lady Ottoline Morrell (que también fue amiga de Virginia) y Lytton.

Lo mismo le pasa a Life in Squares, la miniserie sobre Vanessa Bell (hermana de Virginia) y toda la troupe. Ya la había visto y la volví a ver estos días bloomsburianos. Pero que mi arrebato tiquismiquis no os frene: ambas, película y miniserie, están muy bien. Está también en Filmin.

🎧 Cuando me obsesiono un poco con alguien lo busco en Spotify. Me hace gracia la gente que les hace playlists a personajes históricos o de ficción. He escuchado bastante esta, Si Virginia Woolf hubiese tenido Spotify. ¿Son las elecciones un poco obvias? Sí. ¿Impide eso nuestro disfrute? Claro que no.

 

Y una nota pequeña más

Gracias a los que me contestasteis a la última carta, me hizo muchísima ilusión. Debo aún algunas postales. Están escritas y selladas, pero mi buzón de confianza está precintado y yo un poco enfadada con Correos. Pero llegarán, no os preocupéis.

Y el típico final de newsletter: si te ha gustado, reenvíala. O usa este enlace o los iconos de debajo para compartirla. Si te la han reenviado y te ha gustado, suscríbete. Si quieres hablarme de amigas de Virginia Woolf o de señoras que componían óperas, contesta a este email o dime algo en Twitter o Instagram. Si no quieres más, desuscríbete. Oh, y gracias por estar por aquí y no ser fantasmas.
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