El mito de la velocidad
Bicis, trenes y coches tras los 100 km/h
Hola de nuevo. Ha pasado algo más de tiempo del que habría querido desde la anterior entrega de “Cambio de sentido” pero aquí estamos de nuevo. Hoy vengo con una historia que mezcla trenes, coches, bicicletas y relatos míticos sobre la forma en que viajamos.
El 29 de abril de 1899 el rico industrial belga Camille Jenatzy se convirtió en la primera persona en superar los 100 km/h a bordo de un coche, una especie de torpedo con ruedas movido por un motor eléctrico al que había bautizado “Jamais Contente”. Sus 105 km/h batían por mucho el anterior récord del noble francés Gaston de Chasseloup-Laubat, con el que había estado disputándose el logro desde el año anterior. Con ello establecía un hito que iba a convertirse en uno de los más populares de entre los relatos legendarios del automóvil.
Casi exactamente dos meses después, el 30 de junio 1899, un joven trabajador de un taller de bicicletas de Brooklyn (o policía de Nueva York, según las fuentes) llamado Charles Minthorn Murphy, se convirtió también en una celebridad por ser la primera persona en alcanzar los 100 km/h; pero en este caso sobre una bicicleta. Con un despliegue que parecería exagerado hasta en un cómic “steampunk”, la crónica del récord de Murphy habla de un momento en la historia del transporte que nos ha llegado distorsionado por un siglo de historiografía centrada en el coche. Un momento en el que el tren era el medio más veloz para viajar y la bicicleta había inventado la movilidad mecánica individual.
Como la historia de Jenatzy se ha contado muchas veces, no voy a detenerme en ella. Mejor os dejo aquí un enlace donde podéis leerla en Diariomotor, y una foto del bueno de Camille con su coche torpedo que da gloria verlo. El protagonista hoy es Charles "mile-a-minute" Murphy.
Hacia un mundo veloz
Alimentada por la famosa (y apócrifa) frase de Henry Ford, es popular la idea de que algunos visionarios inventaron el coche cuando la gente aspiraba a tener caballos más rápidos. La realidad es justo al revés: el coche llegó al mundo porque la sociedad, y sobre todo la industria, ya habían abrazado la era de la máquina y la velocidad. El ferrocarril había cambiado el guión. Las infraestructuras necesarias para su construcción y funcionamiento dieron lugar a nuevos mapas industriales. Su uso para transporte de mercancías cambió el paradigma del mercado y su comodidad para los pasajeros ayudó a impulsar el turismo moderno. Desde principios del siglo XIX los barcos a vapor también habían acelerado los viajes por mar hasta establecer una especie de carrera transoceánica. Esos mismos avances técnicos sirvieron para que, en las ciudades, tranvías y carruajes pudieran sustituir los caballos por motores mecánicos dando lugar al transporte colectivo tal y como lo conocemos. Por todo esto las últimas décadas del siglo XIX fueron un tiempo de exaltación de la máquina y la velocidad.
Pero ¿cómo de rápido son 100 km/h para 1899? En aquel momento la forma más rápida de viajar era el ferrocarril, y algunos trenes podían rondar los 100 km/h sobre largas distancias. Por ejemplo en 1888 el “West Coast Flyer” viajó desde Londres a Edimburgo a 87 km/h de media real (incluyendo las paradas), convirtiéndose en el recorrido más rápido registrado por un tren de pasajeros hasta la fecha.
Precisamente porque el "patrón oro" para medir la velocidad de una máquina era el ferrocarril, cualquier nuevo vehículo a motor como el coche no se ponia como meta batir a los caballos sino a los trenes. Desde los últimos años del siglo XIX los intentos de automovilistas por ganar a las locomotoras se convirtieron en un género, desde esta noticia del New York Times en 1899 hasta la famosa (y algo estomagante) carrera de Woolf Barnato contra el “Blue Train”.
Pero durante mucho tiempo ese fue sólo un duelo simbólico. Antes de 1900 si los coches querían hacer la competencia a algo tenía que ser al medio de locomoción mecánico e individual más exitoso conocido: la bicicleta. Los primeros clubes de automovilistas fueron creados por ciclistas que pusieron motor a sus vehículos a pedales, y por eso en la década de 1890 no fue raro que las pruebas para bicicletas tuviesen una categoría de “cuadriciclos a motor” como en la Paris – Brest - Paris de 1891 o la cicloturista del Alto Adige de 1898.
Vale Luis pero ¿no habías dicho algo de Charles Minthorn Murphy? Ay, si, si, que me disperso.
Trenes, bicicletas y su poco de “steampunk”
En el animado mundo del ciclismo en Estados Unidos a finales del siglo XIX, Murphy era un amateur que había alcanzado cierto renombre gracias a un buen número de victorias. Tan seguro estaba de su superioridad que en una ocasión le dijo a un periodista que la velocidad que podía alcanzar un ciclista no tenía limites bajo las condiciones adecuadas. Su idea de "las condiciones adecuadas" era que se pudiese eliminar la resistencia del viento. “Hombre claro”, pensarás, porque hoy sabemos de la importancia de la aerodinámica en relación con la velocidad. Pero a finales del siglo XIX esto no era tan evidente porque nada viajaba tan rápido como para que la resistencia del viento fuese un problema.
El caso es que Murphy comenzó a decir a quien quisiera escucharle que, sobre su bicicleta, no había una locomotora que le pudiese dejar atrás. Durante años la bravuconada se quedó en algunas noticias de periódico, y en espectáculos de teatro donde Charles pedaleaba desaforadamente sobre un rodillo hasta alcanzar el equivalente de muchos kilómetros por hora. Más o menos como yo durante el confinamiento de 2020, pero con bigote y con público.
Hasta que en 1899 alguien le tomó la palabra.
Hal B. Fullerton era un empleado de la Long Island Railroad Company que, por aquellos años, tenía como misión promocionar el desarrollo urbano de la famosa isla cercana a Nueva York. Una parte de sus esfuerzos fueron hacia proyectos de agricultura y jardinería dirigidos por una de las personas más relevantes en ese campo en el momento, Edith Loring Jones, que era su esposa. Otra parte de su labor de promoción consistió en atraer a ciclistas. La humilde bicicleta era en realidad un artilugio bastante caro por aquellos años, y además no había demasiadas vías bien pavimentadas por donde disfrutar del pedaleo. Así que cualquiera que quisiera hacer excursiones o pasear en bici cómodamente seguramente era, además, alguien con buen poder adquisitivo. Por eso Fullerton promovió carriles bici en Long Island que atrayesen a ese perfil de público, y la LIRR habilitó vagones en los que grandes cantidades de bicicletas y sus dueños podrían llegar hasta allí a disfrutar de sus suaves caminos. Con ellos llegaba el dinero, y el desafío de Murphy era una forma de conseguir más publicidad.
Para el intento sólo hacía falta una locomotora muy rápida y un trozo de vía cerrada. Dado que Fullerton era un cargo importante de la LIRR ninguna de las dos cosas fueron muy difíciles. Imaginar cómo alguien podía pedalear en el rebufo de una locomotora sin estamparse contra las traviesas ya era otra cosa. Pero en la era de los magnates del ferrocarril y de la fiebre de los velódromos la solución estaba a mano: decidieron construír entre las vías una plataforma de madera que estuviera tan lisa y bien ajustada que Murphy pudiese rodar tras la locomotora a una velocidad endiablada.
Luego venía lo serio. Había que ponerse a rodar por aquel pasillo tan estrecho pegado a una máquina de vapor para aprovechar el rebufo, hasta superar los 100 km/h. Y eso no se conseguía sólo con dinero. Creo que esta foto del propio Fullerton probando la estrecha plataforma ilustra bastante bien a qué me refiero.

Murphy estuvo entrenando durante dos meses especialmente para el intento. El 21 de junio de 1899 hicieron una primera tentativa que sólamente sirvió para demostrar lo que Charles afirmaba: que la locomotora no podía dejarle atrás. El problema es que tampoco podía alcanzar el simbólico hito de la “milla-por-minuto” (100 km/h) que tanto Murphy como Fullerton perseguían.
Finalmente el 30 de junio, con una locomotora mucho más pesada y potente, tuvo lugar el intento definitivo. A la locomotora se le añadió un vagón en el que viajarían un montón de comisarios que certificasen la marca lograda (por el honor de Murphy) y periodistas que le diesen publicidad (por el interés de Fullerton). En la parte trasera del vagón se construyó una especie de parapeto que ayudase a Charles a colocarse en el rebufo de la locomotora sin turbulencias logrando ese objetivo de “eliminar la resistencia del viento”. El ciclista arrancaría agarrado a una barra en la parte trasera del vagón y alcanzada una cierta velocidad se soltaría y comenzaría a pedealear.
Hay muchas fotos de todo el aparataje que se preparó para el intento de récord y, aunque puede que estén tomadas en un día distinto del intento real, son un testimonio que parece inventado para una película. El aparatoso deflector trasero del vagón, la estrecha plataforma y la expectación alrededor dan buena idea del impacto que causó el intento. Finalmente, envuelto en una enloquecedora nube de humo y ceniza, Charles Minthorn Murphy logró cubrir la milla cronometrada en 57’8 segundos, promediando 100’24 km/h. Desde aquel momento, y hasta su muerte en 1950, se convirtió en Charles “mile-a-minute” Murphy.

La noticia dio, literalmente, la vuelta al mundo y está ámpliamente documentada con crónicas en prensa de muchos países, pero hasta 1926 no hubo una narración contada por el propio Murphy. Fue para el boletín de la Long Island Railroad y como el artículo está en inglés os pongo aquí un enlace a ¿Dónde está el depósito…? donde he posteado una traducción hecha por mí.
"Cómo rodé una milla en bicicleta en 57 segundos y 80 centésimas”
Si eres traductor/a espero que no te de un patatús.
El mito de la velocidad contra el mito del coche
Efectivamente el récord de Murphy y el de Jenatzy no son comparables por muchas razones. Pero si es importante ponerlos en paralelo para dar contexto a un periodo. Es frecuente encontrar en artículos, libros e incluso museos el relato tradicional de que los coches surgieron al poner motor a los carruajes a caballos. El nombre que se daba a los primeros coches en Inglés “horseless carriage” (carruaje sin caballos) parece alimentar la idea de que el coche causó el paso inmediato de la era del transporte animal a la del transporte mecánico. Pero eso esta lejos de ser verdad. Lo cierto es que la hazaña de “mile-a-minute” fue posible porque para el tiempo en que el coche daba sus primeros pasos ya existía un sofisticado mundo del transporte mecánico donde trenes, bicicletas, omnibuses y barcos habían cambiado la forma de moverse. En pocas palabras, para aquel momento ya existía el mito de la velocidad.
El relato y los detalles del récord de Murphy son fascinantes así que en vez de reproducirlos os sugiero que consultéis estas fuentes (en Inglés):
La crónica del récord en la web dedicada a la historia del ferrocarril de Long Island
Un pequeño libreto editado en 1938 por la compañía rememorando el récord con detalle
Un reportaje sobre el récord en este número “Sports Illustrated” de septiembre de 1955
Seguramente el mejor relato sobre la importancia de la bicicleta en la invención de la movilidad mecánica es el libro “Roads were not built for cars”, del periodista Carlton Reid. Por ahora no tiene traducción en castellano (guiño,guiño,editoriales amigas) pero puedes comprarlo en inglés en formato electrónico.
Por último, quizá al ver el deflector del vagón tras el que corrió Murphy te ha venido a la cabeza la imagen de otro intento de récord en bicicleta más moderno, pero no acabas de caer. Seguramente sea éste de 1978 en el que Jean-Claude Rude corrió detrás de un Porsche 935 modificado, con Henri Pescarolo al volante.
Y no te doy más la turra. Seguramente habrá pronto otra entrega de “Cambio de sentido” en formato “lecturas picaditas”, más ligera y con menos hollín.
¡Hasta entonces!